A las seis y media de la mañana, como cada lunes, Agnes llega a la estación. Se sienta, saca su libreta y espera la llegada del tren de las 7:40. Esos diez minutos siempre se le antojan eternos. Garabatea dibujos absurdos hasta que escucha el timbre que anuncia la bajada de la barrera situada unos metros atrás. Imagina cómo será su próxima víctima, la presa elegida para esta semana. A lo lejos ya se escucha el rugido del tren que se acerca. Ansiosa muerde el lápiz, mientras mentalmente anota la urgencia de hacerse con uno nuevo de regreso a casa, en la librería de siempre. Ya llega. Agnes se incorpora y, desde el andén, espera el descenso de los pasajeros. Desecha de forma inmediata a todos los varones, por haber escogido a uno el pasado lunes, y centra su atención en las mujeres. La joven rubia del vestido azul parece perfecta. La sigue con la mirada y fotografía con su excelente memoria todos los rasgos físicos, ademanes y expresiones de la adolescente. Después toma unas apresuradas notas en el cuaderno y corre a casa para dar vida sobre el papel a la protagonista de su próximo relato.
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