El tren la dejaba  muy cerca  del pueblo,  junto al puente de piedra.

Desde  el andén podía contemplar  emocionada la quietud del paisaje, tal como lo recordaba.

Cada verano llegaba sin previo aviso a esa tierra que formaba parte de sus entrañas: un puñado de casas dejadas caer sobre la ladera de la montaña.  No le gustaba anunciar su llegada por ver  la alegría en los rostros que amaba tanto.

Cerró los ojos , dejándose envolver por una brisa de aromas que pasaban directos de su pituitaria al corazón,  recorrió el sendero que llevaba a la casa familiar y que comenzaba  detrás del campanario de la iglesia. Sus pasos la fueron trasladando en  el tiempo a una infancia feliz de paseos en bicicleta, risas,  juegos junto al arroyo y  una marea de recuerdos desordenados.

Se le aceleraba el pulso imaginando quién sería el primero en verla.

Su  sobrino fue quien gritó su nombre  y al momento se vió en  medio de un oleaje de abrazos, besos, sonrisas, preguntas y un reproche fingido de su padre:

–  ¿Por qué no avisas?  Anda que…

Y anclada en esa corriente de cariño, un solo deseo en su mente… que aquel  mar no cesara…

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