Hablaba poco, sólo lo necesario. Pasaba sus días de terapia en terapia oyendo cómo su madre explicaba, con todo detalle, lo que hacía, pensaba, sentía; mientras afuera, en la estación, la gente iba y venía capturando toda su atención, creándole un ferviente anhelo de libertad. 

Esa tarde en particular, su ausencia del mundo, de todo lo que ocurría a su alrededor, catalogada por unos  “expertos” como déficit de atención, por otros como principios de autismo y, por su estresada madre, como trauma emocional, no era simplemente indiferencia y desinterés sino la cimentación de un plan perfecto que le permitiera, de una vez por todas, recuperar su meritoria vida.

Al final de la última sesión psicológica del día, mientras esas dos personas, ante sus ojos “insensibles e ignorantes”, decidían sobre su futuro, sin pensarlo más salió a la calle y con paso firme se dirigió a las vías. La autora de sus días sólo alcanzó a asomarse a la puerta para ver, con gran expectación, la enorme sonrisa que se dibujaba en el rostro de esa desconocida mientras se despedía, moviendo la mano, desde el andén.

¿A dónde iba? Lo tenía muy claro: camino a su libertad.

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