Jonás, entre los dos policías que le acompañan, intenta adoptar una pose digna. Él no ha hecho nada malo y el imbécil del vecino le ha denunciado. ¿Qué culpa tiene él de que la cubeta-desagüe del agua que el aire acondicionado desprende, se llene y desborde por la terraza? Ha sido un descuido. No es lo mismo que escampar el resentimiento acumulado desde su viudez por allá donde se le antoja: migas de pan y sobras de comida por la ventana, quemaduras en los botones del ascensor, luces encendidas de la escalera en plena luz del día. ¿Y qué? ¿Acaso uno no puede dar alaridos ante la miserable vacuidad del vivir cotidiano? Desde el andén, en que espera el tren que lo recluirá en un centro, avista, en el traquear de un vagón solitario, el amor que calmó angustias y ultrajes durante veinte años de rutina consentida. Ahora le sonríe y saluda con la mano derecha. Muchas mariposas blancas vuelan en círculo alrededor de ella y la envuelven en un halo de santidad. “Mañana hará un buen día”, informa Jonás a cualquiera que quiera escucharle.
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