Se les pasaron los años tapando soles con un dedo. Y del mismo modo en que el destino los junto de manera caprichosa, allí se encontraban desprevenidos; frente a frente. Ambos con la boca llena de silencios que solo las miradas de desconcierto podían interpretar. Ni siquiera las arrugas en su piel eran suficientes para opacar el cómplice brillo de sus ojos al reconocer en los ojos del otro esa inmutable sensación de plenitud. De nada valió el tiempo, ni la distancia, ni los secretos. Al final de todo, el amor fue la única verdad.
Como de costumbre, él, se acerco para buscarla. Sus manos, cansadas de tanto escribir paginas en un diario que nunca fue leído, se acercaron con el peso de un millón de caricias atoradas en sus viejos huesos. La tomó del brazo suavemente, y con una voz tímida pero firme le hizo la misma pregunta que cambió la vida de ambos hace muchos años- «¿Te puedo invitar a un café?»
A lo que ella contestó con la firmeza que siempre la caracterizo usando esa palabra culpable de dar inicio y fin a una historia que parece haber sido escrita por capricho de Dios – «Si»
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