Fue aquella noche, desde el andén más convencional y simple jamás recordado, que sentí su mejilla contra la mía en una terneza que habría podido pervivir siempre y tardó sólo unos segundos. Me pregunté si ello era la eternidad, lo inapreciable, imperceptible, eso que por más inadvertido que fuese, cambia el zumo del instante. Más tarde me sentiría absurda por haberme cuestionado sobre los límites de lo real, ignorando semejante trance.

Nunca ofrecí tan visceral abrazo, me adueñé de su trozo abusiva, lo proclamé mío con un único gesto: le acaricié el pelo igualando el movimiento alguna vez realizado en diferentes circunstancias, deseé besarle; algo me gritaba que un día no era suficiente, pero allí no podía ser. Oí un verso en jerigonza cuyo significado se me ha develado hasta ahora, era su modo de decir adiós, como si supiésemos el diálogo próximo.

Con los ojos cerrados inhalé el aire callejero, sentí su aroma noble y confuso mezclándose con el aura del cigarro, escuché su pulso ensombrecido por el tráfico intolerante, sólo faltaba saborear el tabaco de sus labios. Fue aquella noche desde el andén más convencional y simple jamás recordado, que sin saberlo NOS despedimos para siempre, hasta nunca.

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