Nada más apearnos, me puse un parche en el ojo y desde el andén, provoqué la rebelión.
—Necesitamos que el tren llegue hasta la ciudad, a ser posible que nos meta dentro del casco urbano—grité con todas mis fuerzas.
El público del apeadero se volvió hacia mí y aplaudió.
— No vamos a permitir que esta parada esté en mitad del campo.
Una nueva ovación me impidió proseguir. Moví las manos de arriba abajo para acallar el tumulto.
— Dejemos los discursos políticos y pasemos a los hechos.
— ¿Qué podemos hacer nosotros? —preguntó una voz entre el gentío.
Me quedé sin palabras. Aquello no lo había previsto. Detrás de mí oí un silbato. Me giré y contemplé a un individuo uniformado.
—Soy el maquinista y tengo la solución. Sólo les pido la voluntad —dijo mientras pasaba la gorra.
Todos los pasajeros entregaron algo. La mayoría dinero, pero hubo algunas donaciones anecdóticas como la de medio bocadillo de chorizo.
La gente subió al tren y esté inició la marcha. Atravesamos campos de cereales. A través de los cristales contemplé las murallas que bordeaban la ciudad. Estaban cada vez más cerca. No me dio tiempo a pulsar el freno de emergencia.
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