Briago no siento el frío, el hedor y la podredumbre. Esta ciudad crece cada día más, y apesta; en el día, apesta; en la noche, apesta; en Navidad y Año Nuevo, apesta. Su olor me es insoportable.

Miles de pies pasan sobre mi cabeza, desfile de zapatos negros, blancos, cafés, ¿quiénes son? ¿qué hacen?

¡Invasores! En estos tiempos uno no puede tener privacidad ¡dónde queda el respeto al prójimo! Es inconcebible que sus pisadas interrumpan mi sueño.

–  ¿saldré? No lo sé.

–  ¿regresaré? No lo sé

Levanto la tapa de la alcantarilla. Salgo a la superficie y los pies se convierten en masas corpóreas, gordos, flacos, altos, bajos, negros, blancos, amarillos, una gama de máquinas que chocan, empujan, se repulsan entre ellos. Sobrevivo al remolino.

Mientras devoro el pan olvidado en la escalera, pienso el regreso a mi espacio vital.

La noche cae y las máquinas casi han desaparecido, me sumerjo nuevamente en el laberinto. Escucho tacones, son rojos por el sonido, suelas blancas por la levedad: prostitutas y proxenetas ocupan el techo de mi morada.

Amanece, la ciudad apesta, mi casa apesta, desde el andén todo apesta.

   

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