Ordenó cuidadosamente, cómo antes nunca, sobre su escritorio sin libros, todo aquello que consideró necesario, la pistola, las balas, el frasco de veneno, la soga con el nudo que tantas veces, había visto hacer a otros, el recipiente transparente lleno de combustible, los cerillos y un encendedor lleno, por si acaso. La fina y delgada hoja del bisturí fue la última porque siempre tuvo miedo del más mínimo accidente que produjera derramamiento de sangre. De pie, sin prisa y sumida en un llanto tranquilo valoró todas sus opciones, estar así le recordó la frase que uso su primer amor para echarla definitivamente: “los árboles mueren siempre de pie”. Pensó que aun en ese momento seguía haciendo tantas cosas inútiles, una sola hubiera bastado. Se preguntó para qué tantas molestias; como siempre no hubo respuesta. Comenzó la cuenta, pin uno, pin dos…pin ocho. Qué suerte pensó, abrió el frasco, vació el combustible, encendió el cerillo y lo arrojó. Admiró el azul de la llama y con el corazón latiendo acelerado corrió. Desde el andén y cuando todo se consumía allá adentro no quiso pensar en lo que hubiera hecho si la cuenta hubiera querido cobrale la vida.
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