Se le hacía imposible expresar, siquiera en las viejas hojas de su libro de poemas, las mil sensaciones que la dejaban estática cada vez que pasaba en frente suyo el Señor Naranjo. Cada tarde al salir del trabajo se sentaba a esperar el anhelado momento de poderlo ver y desde el andén dejaba que aquella presencia misteriosa le elevara el alma a un éxtasis de contemplación.

Pasaban los días y los meses, cada vez eran más apasionantes los sueños que volaban en su mente pero el miedo que la devoraba dejaba perder entre los pasos de aquel hombre las mil esperanzas de tenerlo cerca y cada instante contemplándolo, sin atreverse a hablarle, hacía remota la idea de que alguna de sus ilusiones se hiciera realidad.

Así, en cada encuentro, mientras se acrecentaba la desagradable sensación de arrepentimiento, se fue consumiendo lenta y dolorosamente su alma y cuando por fin decidió  que  era el momento indicado para amar, se había convertido por completo en un montón de cenizas que desapercibidamente se llevó el Señor Naranjo entre sus zapatos mientras extrañaba aquellos ojos verdes donde se quedaba atrapado cada tarde al salir del trabajo.

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