–  ¿Por favor, me podría decir la hora?

–   Míralo tú mismo – dije, señalando el  reloj de la estación, a ese niño con aspecto desarreglado.

Pero su cabeza no siguió la dirección de mi dedo. Entonces me percaté que llevaba gafas oscuras.

–  Oh, perdón no había visto que …

–  Que soy ciego –  dijo él, al sentir que me costaba acabar la frase –  Mi tren sale ya. ¿Quiere  acompañarme?

La gente no habla y menos sigue a los desconocidos. Pero, sin saber cómo negarme, le seguí hasta el borde de la vía, donde nos esperaba un  trenecito que parecía de juguete. Él se subió en la locomotora ofreciéndome  asiento a su lado.

El trenecito pasó junto a los solitarios  pasajeros,  saliendo de la estación.

Entonces, el niño se sacó las gafas y me señaló un grupo de personas que se ayudaban mutuamente, mientras bromeaban.

–  ¿Pero tú no eras ciego?

–  Ciego es aquel que tan sólo se ve a si mismo.

El trenecito me dejó de nuevo en la estación. Pensé que todo aquello  lo había imaginado cuando, desde el andén, vi a ese niño con aspecto desarreglado que  preguntaba la hora a otro pasajero.

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