El tren llega con retraso. Temí perderlo. ¡Tengo muchas ilusiones puestas en este viaje! Cuando llegue a mi destino, podré ver cumplidos mis deseos y mis sueños, hechos realidad. Además, durante el trayecto disfrutaré de la vista de un paisaje que pasará veloz ante mis ojos…
Entre tanto, me entretengo observando a los demás pasajeros que esperan, impacientes, a que el tren llegue. Todos están pendientes del reloj de la estación y de los avisos que anuncian el retraso acumulado, rogando que «disculpen las molestias». Algunos, airados, preguntan cómo reclamar. Otros, resignados, se encogen de hombros, adoptando una distante pasividad.
¡Por fin llega el tren! Muchos se apresuran a subir, queriendo recuperar el tiempo perdido. Se apremia a los viajeros por megafonía, advirtiéndoles que el tren «va a efectuar su salida».
Recibo una llamada. Dudo si cogerla o no. Puede ser importante… Una voz me dice que no suba al tren, que tiene un mal presagio. Yo me río y digo que no pasa nada, que no hay peligro. Pero la voz insiste, me lo suplica…
Sale el tren y yo lo contemplo inmóvil desde el andén. ¿Qué hubiera sido de mi vida si lo hubiese cogido? Nunca lo sabré.
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