De pronto, sentado en mi butaca, con la mirada perdida; vi renovado mi espíritu a pesar de mi apariencia. La barba estaba endurecida y crecida como nunca y con algunas canas de más. Mi ropa tenia un olor pestilente y me faltaba un zapato. Todo hubiera estado bien si no es que, de pronto, apareció un dolor intenso que penetró mi cabeza para salir como un zumbido por mi oreja derecha.
Recordé haber perdido a mi amada y caminar sin rumbo hasta la estación. En ese lugar, desde el andén que ocuparía mi ausencia atormentada 33 días, el tren, que no era bala ni era mi tren, despertó mi conciencia drogada de dolor para levantarme, caminar y dejar la maleta vacía que yacía bajo la banca.
Tomé el bus de regreso a casa sin saber qué me guiaba, el hambre o la pena de mis arapos. Ya frente al espejo, horrorizado de mi ser, grité amargamente y lloré tu, ahora, ausencia de mar. Porque tu nombre y tu piel siempre evocaron las perlas y los corales, las meduzas ponsoñozas y las anémonas de placer. Recordé tu nombre y la tumba para quedarme profundamente dormido. Al fin.
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