En el verano de 1965, desde el andén de la estación de Canfranc, decía adiós a mi esposo que marchaba a la búsqueda de fortuna en tierras francesas. Desde la ventanilla 8, del vagón 11 del tren sacó su mano para decirme un último adiós, no sabíamos cuándo volveríamos a vernos y aquí me quedaba sola con mis dos hijas pequeñas de 6 y 8 años sin más ayuda que los pocos recursos que podía disponer de servir a unos señores tres días a la semana.
Conforme el tren se alejaba, y la mano de aquel que había sido mi báculo durante todo este tiempo se hacía cada vez más pequeña, empezaba a darme cuenta que me iba encontrando cada vez más sola, que la pesadumbre que días atrás se había apoderado de mi mente y de mi alma me pesaba como una losa y no me dejaba respirar.
Desde el andén ya no se veía rastro del tren que minutos antes había ocupado hasta donde alcanzaba la mirada, ahora tomaba conciencia de la realidad, estaba sola pero tenía que seguir adelante, por él y por mis hijas y cuando menos lo esperara lo tendríamos de nuevo a nuestro lado.
OPINIONES Y COMENTARIOS
comments powered by Disqus