Santiago despertó desnudo sobre una playa de arena fina y brillante de esmeraldas, rubíes y zafiros azules. A su lado, un ángel de cabellos bermejos desgreñados por la brisa de todos los lamentos, barba de varias eras, y un ala rota y desplumada; oteaba un mar de lágrimas sin horizonte. Escrutó pasmado la astrosa belleza preguntándose donde estaría. 

– En la costa de las almas errantes -, dijo el ángel.

Consternado, reparó en las infinitas ánimas diáfanas prosternadas, recostadas, en pie, o deambulando con abúlica melancolía por un litoral interminable, bajo un firmamento malva colmado de lunas y soles. Pensó que aquel lugar sería la antesala del mismísimo infierno. El ángel  lo abrasó con el desdén de su magnífica en incomparable mirada. 

– ¿Acaso observas algún caído del cielo para discernir que estás en el averno? Estoy aquí de paso, y amonestado por un tropiezo del amor, como guardián de este espacio donde expiarás en la eternidad del ayer, la tropelía blasfema de tomar lo que no te pertenece.

Entonces, Santiago, pregunto con suplicante vehemencia:

– ¿Pero a que te refieres? 

Y el angel respondio:

– Al instante de adueñarte de tu finita e insignificante vida, desde el andén.

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