Desde que nació había escuchado el rugido del tren de cercanías que pasaba junto a su pueblo. Tanto se acostumbró que cuando por cualquier motivo inexplicable para sus nueve años dejaba de pasar con la regularidad que acostumbraba, Estela sentía una enorme soledad en su alma. Siempre que su precaria salud se lo permitía, se acercaba hasta la estación y allí, sentada en un banco del andén, contemplaba a los viajeros que se iban entre lágrimas, a los que llegaban con una enorme sonrisa y los brazos abiertos, a los solitarios sin nada más que su pequeña maleta en la mano y su mochila a la espalda.

Pero aquella mañana Estela no acudió a contemplar la vida que el tren traía y llevaba. Las campanas de la iglesia repicaron muy despacio y su banco, aquel en el que ella se sentaba cada tarde, contempló, desde el andén, como su alma lo saludaba con la mano.

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