Desde el andén veo pasar el tren en el que no subimos. Lo veo pasar todas las tardes desde hace más de cien años, mientras arrastro la misma maleta de cartón desvencijada y aquel sombrero raído que me regalaste.

Y miro con nostalgia el rastro en el suelo que deberían haber dejado nuestros pies al marcharse.

Ha pasado tanto tiempo, amor, que mis huesos exudan herrumbre y, al moverme, resuena un ruido renqueante, de cadenas oxidadas.

Había mucha gente aquel día en que no nos marchamos, gente con su maleta de cartón y sus zapatos relucientes, dispuesta a empezar en otra parte.

Pero nosotros nunca comenzamos, y yo inicié este lento peregrinar que no se acaba.

Y aún tengo la esperanza de verte llegar, con tus zapatitos de tacón recién abrillantados, y de que no tengas miedo al contemplar mi noble calavera. Esa que tu acariciabas, sin saberlo, tras mi piel rosada.

Pero después me doy cuenta de que mi espera es en vano: los muertos no vuelven. Hace mucho tiempo que debería saberlo.

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