El andén, vacío -ni un alma ni tren alguno- parecía guardar para sí todo el frío de la madrugada. La luz era aún escasa y todo se vislumbraba a través de la bruma mañanera.

Al poco de estar allí sentado lo embargaron extrañas sensaciones de soledad y desamparo, hondas y angustiosas como nunca. De repente, un tren comenzó a romper el silencio del andén. Aguzó la vista y percibió cómo empezaban a dibujarse, cada vez más nítidas y ruidosas, las formas de unos vagones que se aproximaban precisamente por la vía que tenía frente a sí. La máquina estaría al final, dedujo, pues no se veía.

El tren se detuvo, una vez alcanzado el término de la vía. Sus vagones estaban vacíos. Anduvo hacia la cabecera del convoy, pero, para su sorpresa, no vio máquina ni a maquinista alguno.

Permaneció por unos instantes pensativo, dubitativo, pero finalmente el inopinado y repentino viajero decidió subir al primer vagón. Aún no se había acomodado en su asiento cuando el tren inició su marcha. Ese no había de perderlo.

Miró por la ventana y pudo ver entre el gentío cómo sus más allegados le decían adiós desde el andén.

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