El silbato sonó tan retumbante en mis oídos y el enjambre de personas a mi alrededor me dejaba aturdido.

Sabía que esa tarde, cambiaría mi vida; pero nunca supe en qué grado hasta al cabo de varios meses.

Ellos tenían tan sólo 10 y 8 años y los estaba dejando ir, se desprendían de mi, se esfumaban, sus pequeñas y delicadas manos dibujaban un adiós aniquilador, que quise transformarlo en un: “Hasta pronto”.

Sin embargo, aunque me sentía caer en un inmenso abismo, sabía que aquella era la única manera de que ellos no vivieran esta atrocidad humana, esta guerra que pintaba de sangre los campos y de lágrimas los rostros.

Desde el andén, también les dije: “Hasta pronto”, un andén que se convirtió en un lugar aterrador y esperanzador al mismo tiempo.

El viento re-soplaba y sus cabellos bailaban mientras se alejaban con el compás de los rieles.

No había semana alguna en que yo, su padre, no volviera a pisar aquel andén para traer su último recuerdo a mi mente.

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