Acostumbrado a viajar poseía una estupenda colección de maletas de marca de diferentes tamaños. Rara vez abría la puerta a nadie, pero, aquel día, sintió que el destino esperaba  al otro lado. Se encontró con un hombrecillo rechoncho en el rellano, que con la habilidad de un encantador de serpientes le vendió un lote de bolsas para envasar ropa al vacío con la ayuda de una aspiradora, a un precio que, recuperada la consciencia, le pareció a todas luces desorbitado. El cuchillo eléctrico fue de regalo. Nunca había tenido aspiradora ni esposa y ambas llegaron, no mucho después, casi de la mano. Una de esas pequeñitas pero muy potentes, la aspiradora me refiero, bueno y la señora también. Poco a poco la vorágine conquistó la vida de este madurito, durante tantos años pulido en su pétrea soledad. Cuando ya no aguantó más eligió la más grande, una samsonite rígida y con ruedas y otra más ligera donde guardó lo justo para empezar una nueva vida. Desde el andén esperaba, más nervioso que nunca, la llegada de su tren, mientras vigilaba de reojo aquella gran maleta olvidada en consigna con la aspiradora, el cuchillo y porciones de mujer recién envasadas.

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