Hace meses que vengo a esta estación todas las tardes. Me gusta sentarme en uno de sus bancos de madera y observar a la gente, sobre todo a las parejas de enamorados que se despiden de manera apresurada instantes antes de que el tren vuelva a ponerse en marcha, dejando a uno de ellos diciendo adiós con la mano y lanzando imaginarios besos desde el andén. Después, durante unos minutos, disfruto imaginando sus nombres, reconstruyendo mentalmente su historia de amor, apasionada y excitante o gris y rutinaria, depende de mi estado de ánimo, e inventando para ellos multitud de futuros posibles que, sólo después, cuando la estación vuelve a quedar desierta, decido plasmar por escrito en la libreta que siempre traigo conmigo. Hoy, sin embargo, una chica que llevaba varios minutos observándome se ha acercado a mi banco y, con una sonrisa, me ha preguntado qué escribía. Le he respondido que no era de su incumbencia y que dejara de molestarme. Creo que voy a dejar de venir a la estación por un tiempo. Debo escribir nuestra historia y pensar con quién voy a ponerle los cuernos.

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