Llevaba meses observándola desde el andén opuesto. Su cara pétrea, su mirada perdida ocultaban el alborozo y la excitación con los que él disfrutaba cada día de esos minutos.

El tren entrando en  la estación a toda velocidad lo vomitaba de nuevo  a la realidad. Se cerraba el paréntesis de felicidad en su anodina vida. Solo le quedaba soñar hasta el día siguiente. Soñar que la abrazaba, la besaba y que ella le sonreía.

Por soñar había perdido su trabajo, pero acudía al mismo andén cada día. Ella era su única razón para vivir, era el instante que daba sentido a su existencia.

Aquella mañana por primera vez se cruzaron sus miradas. Él lo entendió todo al instante. Se levantó. Caminó hacia esos ojos que le hablaban de amor.

Se zambulló en su mirada.

No vio el tren que entraba en la estación en el momento que él caía a las vías.

Camino a su oficina, ella no podía aún entender por qué ese hombre desconocido la miraba tan fijamente mientras caminaba a una muerte segura.

Por qué sentía que un pedazo de su propia alma había sido también arrollada por aquél tren a las 7.38 AM.

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