—¿Me estás escuchando?
La mirada de su jefe parecía atravesarlo, como si él no estuviese allí.
—Sí, sí —titubeó.
Su jefe se echó hacia atrás en la silla de oficina. El chico había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en su despacho.
—Honestamente, no sé qué hacer contigo.
—¿A qué se refiere? —dijo el chico, levantando la cabeza.
Tantas veces había pensado en dejarlo, que aquellas palabras resonaron dentro de su cabeza como el tañido en un campanario. Una sensación que solía venir acompañada por el más absoluto terror; tener un trabajo estable no era algo de lo que pudiera presumir todo el mundo, y sabía cómo estaban las cosas ahí fuera. Tenía que aguantar, por muchos insultos, descalificativos y críticas a su trabajo que le propinase aquel hombre casi anciano, medio calvo y de barba rubia perfectamente recortada.
—Me refiero a que lo último que necesita esta empresa es a otro empleado indisciplinado y complaciente.
No supo que responder ni tampoco qué quería decir con aquellas palabras. Lo único que vio fue a su jefe, de nuevo, con los codos apoyados sobre su escritorio, de casi el doble de tamaño que el suyo, acorde a las dimensiones del despacho.
—Te lo vuelvo a repetir: me dan igual tu currículo, las cartas de recomendación o lo bien que hablen de ti tus compañeros. Si no me das resultados, te las verás buscando trabajo en otra empresa antes del fin de año. ¿Nos entendemos?
El chico afirmó con la cabeza, la mirada todavía perdida.
—Te he hecho una pregunta.
—Sí… Sí, señor —dijo él, envarado.
—Así me gusta —la postura de su jefe se relajó, como si hubiera dejado de interpretar un papel—. Confío en ti, Aarón. La empresa confía en ti. Ahora, a trabajar.
Esas últimas palabras bastaron para que se levantara como un resorte. No tuvo que abrir puerta alguna: su jefe la había dejado abierta, como siempre hacía, para asegurarse de que todo el mundo en el departamento captara el mensaje. Su despacho compartido estaba apenas a unos metros de distancia. El sonido de las teclas adivinaba que Emma, su compañera, todavía seguía allí.
—No puedes dejar que te hable así —dijo ella, en cuanto lo vio entrar.
Aarón no respondió, y ni siquiera la miró cuando finalmente se sentó en su silla. Su mente seguía en otro lugar, más cerca del despacho de su jefe que del suyo propio.
—Haces bien tu trabajo, Aarón —continuó—. Lo sabes, ¿verdad? Ese cabrón dice lo que dice para intimidarte.
El chico se recompuso, dejando caer su cuerpo en el respaldo de la silla. Sus ojos se encontraron por primera vez con los de su compañera.
—Lo que no puedo es perder mi trabajo.
—A la mierda el trabajo. ¿Durante cuánto tiempo crees que vas a aguantar esto? Ese cabrón no tiene ganas de jubilarse pronto, te lo garantizo.
—¿Y qué quieres que haga? No me pasé media década estudiando con dinero que no tenía para tirarlo todo a la basura —se dio cuenta de que había alzado la voz, pero su enfado no le permitió bajarla de nuevo—. ¿Vas a ser tú la que llame a mis padres y les diga que he dejado el trabajo porque mi jefe me ha echado la bronca?
—No te ha echado la bronca, Aarón. Nos amedrenta a ti y a todos, constantemente.
—Pues pon una queja a recursos humanos, pero a mí déjame en paz. No quiero más problemas de los que ya tengo. Además, no es como si supiera hacer otra cosa. Este trabajo es mi vida, y él lo sabe. Es una mierda, pero es lo que hay.
Un silencio ominoso inundó el despacho, solo roto por el sonido de algún teléfono lejano y una puerta cerrándose en el departamento contiguo.
—No hay alternativa, Emma —dijo él, encendiendo su ordenador.
—Pero tiene que haberla… —ahora fue la mirada de ella la que se perdió—. ¿Verdad?
Antes de que pudiera responder, una voz salió con estruendo del despacho de su jefe. “¡Emma, ven un momento!” Aarón mantuvo la mirada fija en su pantalla mientras su compañera salía del despacho, y el ‘momento’ se convirtió en más de una hora. Todavía no eran las tres, pero Aarón aprovechó que su jefe tenía la puerta cerrada para irse unos minutos antes. Emma seguía dentro.
El resto del día transcurrió como había sido la semana: impasible, y apenas pudo dormir un par de horas durante la noche. Se levantó cuando la oscuridad todavía reinaba en su dormitorio, sofocado por el sudor y frustrado por la falta de sueño. Abrió la ventana de su salón para que entrara el aire. La calle estaba tranquila y las farolas ya se habían apagado. Miró abajo y el suelo pareció llamarle, como si ese momento de paz hubiese provocado una extraña lucidez. “Tiene que haber una alternativa”. La idea lo paralizó durante horas, mientras el sol iluminaba paulatinamente la ciudad, y las calles y carreteras volvían a la vida. Finalmente, se levantó, temeroso de sí mismo, y se acercó a la ventana con tanto cuidado como si fuera un precipicio, no estando seguro de si para cerrarla o…
Su teléfono sonó, sobresaltándolo tanto que tuvo agacharse por miedo a perder el equilibrio. La ventana seguía abierta y el teléfono seguía sonando. Volvió a la habitación y lo recogió de la mesilla cuando ya estaba en silencio. Claudio. Su jefe ¿Qué podía querer un sábado por la mañana? Antes de que pudiera devolver la llamada, el teléfono volvió a sonar.
—¿Sí? —respondió.
—Aarón, ¿estás en casa?
Esa, por sí sola, ya era una pregunta extraña.
—Sí, por qué.
—¿Puedes sentarte?
—Estoy sentado —mintió.
Oyó un resoplido al otro lado del teléfono.
—¿Ha pasado algo?
—Verás… Es por Emma.
A la respuesta le siguió el silencio, y durante esa pausa eterna pudo distinguir más allá de la ventana el sonido de los coches. Un taladro en algún piso. Un niño llorando.
Un teléfono cayéndose al suelo.
OPINIONES Y COMENTARIOS