Pasaron varios meses desde que Don Juan, el dueño de la fábrica de frenos de bicicleta, para el que había trabajado durante veinte años, falleció en el incendio que redujo a cenizas todo a su paso, dejándome en la calle y sin un peso. No tenía experiencia en otros trabajos, ni contaba con buena presencia. Mi cabello rizado siempre engrasado y mi cutis acneico, no daban lindo aspecto a la vista de los demás.

Recién casado y lleno de deudas, me presentaba en todos los avisos que pedían personal para lo que fuera, sin ningún resultado positivo. Mi flamante esposa también estaba desempleada ya que hacía la limpieza en la extinguida fábrica.

“Maquillador” capacitación a cargo de la empresa, rezaba el cartelito de pedido laboral. Decepcionado y sin esperanzas desbordando de osadía y asediado por el hambre, me presenté.

El sueldo era muy bueno, la jornada laboral variaba según fuera necesario. Sin dudarlo, acepté.

Mi primer cliente, para mi asombro, fue Doña Marta, la señora de Don Juan. Fue un golpe muy duro verla indefensa, deteriorada y con una delgadez extrema. La recordaba hermosa y coqueta. Una gran angustia envuelta por una lágrima deslizándose por mi mejilla fue inevitable. Puse todo mi empeño para dejarla preciosa.

Era bueno tener el apoyo y asesoramiento constante de mi patrón para aprender cada día mejor este nuevo trabajo.

Después fue el turno de Doña Lita y toda su familia, con su esposo al volante y sus suegros, habían viajado a la costa a gran velocidad para llegar a tiempo a un casamiento. Esta jornada fue larga. El trabajo fue duro, muchos golpes y moretones para cubrir. Volví a casa exhausto, triste, replanteándome muchas cosas a las que antes no daba importancia.

En un pueblo chico, nos conocemos todos, o al menos, eso creía hasta que tuve que maquillar a Don Mario y su amante, siempre tan serio y pendiente de su familia. Por fin pude saber por qué cada quince días tenía que hacer un viaje de negocios.

Cuando le llegó el turno a Doña Sara fue muy impactante. Era tan autoritaria y altanera. Se creía por encima de todos… verla con la cara irreconocible por el vuelco de su coche en la ruta fue terrible. Luego de un arduo trabajo logré dejarla tan bonita como siempre.

Poco a poco fui cubriendo de acero mis sentimientos para poder seguir en ese empleo que me dio grandes satisfacciones pero también, muchas tristezas. Logré terminar mi casa, comprarme un auto nuevo y abrir una cuenta de ahorros.

Los clientes seguían llegando, a veces de a uno y otras veces unos cuantos juntos. Lo peor era cuando se trataba de niños. A esta altura ya estaba ducho en el arreglo y maquillaje. Aprendí a implementar nuevas técnicas para trabajar en serie y hacer todo más rápido con excelentes resultados.

Pasaron unos años hasta que mi señora me dio la gran noticia: estaba embarazada. Por fin habíamos sido bendecidos con lo que tanto esperábamos. A medida que la panza crecía se achicaba mi valentía.

Nació por fin, un hermoso niño que llenó nuestras vidas de alegría. A partir de ese momento empecé a sentirme mal en mi trabajo, ya no toleraba, llegar a casa y ver a mi hijo tan pequeño y lleno de vida después de ver y acariciar tanta muerte.

Con mucha pena le expliqué mi situación al dueño de la casa de sepelios y por suerte lo entendió al instante. Me contó que ya les sucedió lo mismo a otros maquilladores. Agradeciendo su comprensión renuncié y me dediqué a trabajar de chofer de la viuda de Don Facundo que había quedado muy conforme con lo lindo que lucía su marido… había sido mi último maquillaje…

Roxana Roberth

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