EL DESTINO DE LAS BURBUJAS

EL DESTINO DE LAS BURBUJAS

Renato Sáenz

18/09/2022

Contaba yo con escasos 25 años, y digo escasos porque a esa edad yo era un niño en cuerpo de adulto. Lo complicado se me hacía fácil, lo fácil yo lo hacía complicado, y viceversa.

Me encontraba yo culminando la carrera de arquitectura que mi padre con mucho amor me costeó a punta de canjes, él trabajaba en publicidad y hacía campañas para la Universidad a cambio de mi colegiatura. Es cierto también, que al final de la carrera, y a cambio de una beca, tuve yo que hacer algo de trabajo en la universidad como asistente de laboratorio de cómputo. Posición en la cual era obligatorio el uso de un ridículo chaleco que debía colocarse por sobre la ropa ordinaria y que nunca en ésta u otra existencia se iba a ver bien, y que además llamaba mucho la atención y tenía un efecto nocivo para con el tan anhelado sexo opuesto.

Mi padre, que trabajaba en un estudio de grabación en un gran centro comercial conocía a mucha gente, entre ellos un arquitecto sénior que trabajaba en una importante firma que ganaba muchas licitaciones para el diseño de edificios gubernamentales. Ellos muchas veces durante la hora de almuerzo coincidían en un restaurante equidistante a sus respectivos despachos y se saludaban a la distancia. Mi progenitor, con entusiasmo, coqueteaba con la idea de que yo entrara a trabajar en dicha empresa.

Él, mi padre se dedicaba a la publicidad, específicamente al aspecto musical, componiendo “jingles” para radio y televisión, afamado, además, por ser el fundador de una banda pionera del género “Chiqui Chiqui” en mi país. Mi madre diseñadora de zapatos de mujer y que por muchos años tuvo la tienda a escasos metros de donde todo esto se suscitaba, vendía zapatos a las celebridades y “mises” de certámenes de belleza nacional. En dos platos mis padres eran cómo de otro planeta, nunca acostumbrados a adherirse jamás a un rígido horario de oficina, almas libres, hippies, bohemios, y yo, por alguna razón me sentí en la obligación de equilibrar, romper ese esquema y formar parte del “establishment” (la fuerza laboral asalariada), ya sea por miedo, necesidad o ambas cosas.

De alguna manera se consiguió que éste servidor fuera a trabajar en la famosa oficina en calidad de “practicante” pues aún me faltaba defender mi tesis de licenciatura.

Yo nunca había trabajado en mi vida, era prácticamente un pelafustán, aparte de estudiar, mi rutina consistía en patinar (hacer “skateboarding”), tocar en mi banda de “punk rock” e irme de parranda con mis amigotes casi todos los días, pero si algo era cierto, esa rutina ya me estaba quedando grande, la gasolina ya no alcanzaba y muchos de mis contemporáneos empezaban a sentar cabeza y mejorar sus condiciones. Luego me enteré, que yo era (y sigo siendo) lo que llaman un “late bloomer” (aquel que florece y/o se explaya de manera tardía)

Llegó mi primer día de trabajo. El edificio, de cuatro pisos, era muy rectangular y gris por fuera y se ubicaba por detrás de otro edificio, es decir que estaba encajonado, lo cual le daba un aire de encierro y desconexión con el mundo exterior al que yo estaba muy acostumbrado. Se entraba por un pasillo que penetraba el primer edificio para luego subir por unas gradas un nivel y llegar a la recepción en la que una señora muy gris se mimetizaba con el entorno y daba una “bienvenida” silenciosa e inmóvil.

De inmediato, ingresé al salón principal donde conviven los dibujantes, arquitectos e ingenieros, y me dio la impresión de estar entrando en un mausoleo de triple altura, nada ni nadie vibraba, todos enfocados en sus pantallas y las ventanas del espacio sólo se abrían para mostrar, a escasos metros un muro perimetral infranqueable que recordaba la imposibilidad de escapar. Yo conocía la expresión “trabajar de sol a sol”, pero ¿cómo funcionaba eso en un lugar en donde el sol es tan sólo un recuerdo?

Yo tenía una idea de lo que me esperaba, esa oficina era reconocida por ser en exceso institucional, rígida, con muchísimos años de trayectoria y yo ciertamente aterricé ahí como un muy extraño y joven insecto, de esos coloridos, que no logró por su naturaleza calzar con nada ni nadie a su alrededor. Y es que todo era gris, es más, debo corregirme, todo era café, anticuado, cómo entrar en un pasado de mal gusto, el gran palacio de la burocracia, y yo, sin las herramientas para luchar contra eso, tuve que asumir una actitud defensiva de guardar y proteger, al menos temporalmente, mi tridimensionalidad, mis sueños, mis anhelos y expectativas con respecto a la arquitectura, la poesía, el diseño urbano, la composición y sentarme en el cubículo asignado ante una pantalla negra a hacer trazos en arcaico AutoCAD dos dimensiones.

El arquitecto conocido de mi padre me recibió de manera fría y observaba de reojo a la extraña y nueva sabandija mientras leía su periódico, actividad que realizaba en gran parte de su jornada, se notaba que había olvidado sus sueños hacía muchos años para dejarse llevar por la rutina y lo certero.

Ahí permanecí las nueve horas más largas de mi vida, nueve horas que me enseñaron más que siete años de universidad. Me enseñaron a ser humilde y compasivo, a apreciar la vida, las oportunidades, a entender y empatizar con el sufrimiento humano. Fui cómo Siddhartha Gautama al salir de su palacio y por iniciativa propia descubrir la enfermedad, la vejez y la muerte. Fue como morir para empezar a vivir. Fue necesario, y ahora lo siento y lo entiendo de una manera hermosa.

Entendí también todo el esfuerzo de mis padres para darme lo mejor y cómo ese deseo de protección paternal me mantuvo por mucho tiempo en una burbuja de clubes de playa exclusivos, colegios y universidades privadas. Y cómo era mi responsabilidad la de ser consciente y saber que el destino de las burbujas es explotar.

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