Mi casa está en las estrellas, a un cuarto de hora de orión. No me gusta que los niños jueguen con camiones. A mi novia debería recordarla, pero su imagen está borrosa. Hace mucho que no miro al cielo ni siquiera al horizonte. Las moléculas se acumulan sobre los manuales. La vida es azar. Nunca encontré un ace in the hole.

Estas son las palabras que se encontraron escritas en el interior del bolsillo de la camisa de Xito cuando lo encontraron muerto esta mañana en un banco del Parque Salamanca.

Xito pasaba las noches intentando mirar más allá de las estrellas. Puso tanto empeño en esta afición que cuando ingresó en la facultad de física era capaz de identificar la mayoría de las estrellas y constelaciones que existían en el firmamento. A los dieciocho años se trasladó a Salamanca desde su pueblo natal y compartió piso con tres estudiantes. En su primer curso descubrió las largas horas de estudio, las insomnes noches en busca de una buena mano jugando al póker que le permitiera ganar un pellizco y los deleites que provocaban sus encuentros con Carmen. Una compañera de curso a la que juró amor eterno.

Vivía en una burbuja de placer, diversión y regocijo. Pero a principio del segundo curso la burbuja le estalló en la cara como si fuera una supernova. Su padre sufrió un accidente circulando por la N-5 a la altura de Badajoz. Un camión perdió el control e invadió el carril por el que circulaba. No pudo hacer nada. El impacto fue mortal.

Xito regresó a casa junto a su madre y sus tres hermanos pequeños. La indemnización recibida por el accidente apenas cubría los gastos del hogar lo que obligó a Xito a una búsqueda rápida de ingresos que le permitieran seguir estudiando. La premura le llevó a una fábrica de ladrillos artesanales a las afueras de su pueblo. Aceptó el trabajo pensando que, al ser el horario de mañana, tendría las tardes libres para acercarse en el autobús a la capital. Tan sólo perdería cuarenta minutos en el trayecto de ida y vuelta.

El quince de octubre de ese año, mientras el sol intentaba calentar la mañana, Xito dejaba su bicicleta apoyada sobre el decrepito castaño que cubría con sus ramas la oficina que estaba a la entrada de la finca El Trotahuesos. Su falta de experiencia en la fabricación de ladrillos manuales le llevó a uno de los trabajos que más esfuerzos requerían en la empresa, la extracción manual de arcilla.

Desde la puerta de la oficina y sin mediar palabra, un ceñudo encargado, le señaló el montículo donde estaba clavada una pala. A paso ligero se fue acercando al montículo y lo que parecía una suave loma desde la oficina se convirtió en una colina reseca llena de cantos rodados y arena. Su primer impulso fue darse la vuelta y devolverle la pala al encargado, pero la necesidad le hizo clavar la pala para extraer el primer terrón de arena.

Con esa primera palada se manchó las zapatillas. Se giró y apoyó la pala sobre la carretilla que tenía que usar para trasladar la tierra extraída. Con unos golpecitos con la mano sobre ellas se quitó el polvo que le había caído. No podía soportar el polvo en las zapatillas. Al final de la jornada, cuando se acercó a recoger la paga obtenida por los kilogramos de arcilla extraídos, apenas recibió diez euros por toda la jornada. Con una áspera mueca en sus labios y bajo amenaza de expulsión recogió el dinero.

Los siguientes días notaba como su cuerpo al clavar la pala para extraer un terrón de arcilla, unas veces escupía críticas, otras veces se lamentaba y otras emitía lastimeros reproches por el tormento al que estaba siendo sometido. Le latía la sangre en los oídos y sus mejillas se encendían.

Xito puso empeño en aumentar el ritmo y pasadas unas semanas consiguió que su cuerpo asumiera que esas protestas que emitía serían inútiles. Apenas realizaba pausas. Incluso empezó a notarle un ligero gusto tostado al polvo que entraba en su boca.

Entre golpes de pala recordaba esas noches en que, tumbado en una hamaca de plástico verde que sus padres tenían en la azotea de la casa, escudriñaba el firmamento en busca de las constelaciones. En invierno abrigado hasta los dientes y en verano ligero de ropa. Rayando el exhibicionismo en alguna ocasión.

Cuando el trabajo empezaba a formar parte de su rutina diaria llegaron las lluvias y la finca se convirtió en un cenagal imposible de transitar. Se suspendió la extracción de arcilla por unos meses y su sueldo se congeló durante ese periodo.

Recuperada la actividad laboral su mente ya se había convertido en una tormenta llena de negros nubarrones. El curso no podría salvarlo y sus ahorros no permitían una nueva matrícula.

En uno de los paseos con la carretilla hacia la zona de descarga recordó los ingresos extras que le reportaban las manos de póker cuando estaba en Salamanca y en un desesperado intento por conseguir dinero se incorporó a las partidas que se jugaban en la tasca del pueblo los viernes por la noche. Bajo una tintineante iluminación en una mesa al fondo del Comodore Xito empezó a perfilar su futuro.

A finales del verano, la aprobación por parte del ayuntamiento de la rehabilitación de la iglesia del pueblo, incrementó la demanda de ladrillos manuales. Cierto es que aumentaron los ingresos para Xito, pero también es cierto, que por esa época las visitas al Comodore ya se habían convertido en una necesidad. En esos lances nocturnos, la suerte navegaba sobre el alcohol como un barco sin rumbo.

La colina que consiguió conquistar palada tras palada se convirtió en un macizo imposible de atacar. Dejó de cumplir los objetivos marcados y sus ingresos disminuyeron considerablemente. Pasadas las Navidades Xito arrastraba un traje de deudas, impagos y amenazas. El último día de enero, después de recibir el jornal, sólo fue capaz de pensar en orión.

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