Sonaba el tono de despertador en el cuarto de una habitación, en alguna ciudad, en algún país de Latinoamérica. Lo primero que vió al abrir los ojos era esa horrible mancha de humedad que tenía el techo, notó que cada día que pasaba crecía un poco más. Imaginó que algún día quizá se apoderarse de todo el techo y así no tuviera que pintarlo, lo que en la jerga popular de su país se conocía como “un golazo”. Lo próximo que vió fue su teléfono, la luz de la pantalla astillada lo encandiló, pero tenía que apagar esa detestable alarma. Debía ya cambiar esa pantalla si no quería cortarse un dedo, ah si, cuando consiguiera un mejor laburo compraría un teléfono de alta gama como el que siempre soñó. Lanzó el primer quejido del día junto a un bostezo, odiaba ese tono de despertador, era un chillido que por poco le desgarraba el tímpano, pero lo único que lo ponía en órbita después de esas insuficientes 4 horas de sueño. Maldijo otra vez su trabajo mientras salía de la cama tratando de no despertar a su gato. Pensó en lo mucho que le gustaría llevar la vida del animal: solo comer y dormir, a lo sumo romper alguna que otra cosa. No obstante, alguien tenía que trabajar para llevar la comida a la mesa. Comida y poco más, pues los gastos eran cada vez más elevados y su sueldo seguía siendo siempre el mismo.

Mientras se colocaba sus pantalones, notó una mancha a la altura del bolsillo derecho, eran los únicos que tenía limpios, por lo menos eso. Y no es que tuviera muchos, pero los otros dos debía de llevarlos a la lavandería. Como todavía no había cobrado estos yacían en el canasto de ropa sucia. Resolvió que lo mejor era dejarlo así, total ¿Quién lo notaría? Y si alguien lo hacía ¿Realmente importaba? Nadie iba a pagar por limpiarlos ni le iba a regalar un lavarropas para que los lavase. Reparó en que no se ajustaban a su presupuesto, pero quizá con el aguinaldo podría comprarse uno, el horno no estaba para bollos ni su economía para malgastar en lavandería. Terminada esa reflexión del día -la cual solo logró que se estresase un poco más de lo que estaba-, se puso su camisa, ajustó su corbata y se dirigió a la sala. Mientras preparaba el café se acomodaba el nudo, advirtió que estaba demasiado ajustado, pero por más que lo deshizo varias veces había algo a la altura de su garganta que le generaba cierta sensación de incomodidad. Sin embargo no tenía mucho tiempo que perder. Si volvía a llegar tarde al trabajo su jefe lo regañaría y ya no quería escuchar más esa ronca voz que toda palabra que arrojaba lo hacía en imperativo.

Miró la luz tenue de la sala que le iluminaba su pálido rostro de trabajador de oficina y como si a Dios se dirigiera, se preguntó por qué a él, si tenía todo para triunfar, si entre sus amigos siempre era el que más destacaba, si en el colegio solo se sacaba buenas notas ¿En qué momento su vida había tomado ese rumbo tan monótono? ¿Cómo pudiera ser posible que le costara tanto vivir? Ya no tenía casi tiempo para ver a los suyos ni podía ocupar sus tiempos libres con algún pasatiempo, pues estaba muy cansado y cada vez que llegaba a casa en lo único que pensaba era en dormir y qué gasto podría recortar para poder llegar a fin de mes. Pero como supuso que Dios tendría ya muchas quejas similares provenientes de vaya a saber uno cuántos lugares y que la suya muy probablemente no fuera atendida, se respondió a sí mismo «al menos tenes un trabajo que te da de comer». Aparentemente, las lenguas que se hablaban en su país eran la precariedad y el conformismo.

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