¡Qué valentía la tuya, la de vocear a un subordinado desde ahí arriba, desde el obelisco! Cuando me llamaron al despacho, tragué saliva. En el estómago, esa misma sensación de angustia que sentía de niña, cuando alguna profesora me reñía injustamente y yo me convertía en un ser indefenso y diminuto… Pero no tan diminuto como tú que, para ser una absolutísima hija de la gran pyme, ¡eres muy pequeña, caramba! Realmente insignificante, porque… vamos a ver, ¿qué has hecho tú en la vida para llegar donde estás? ¿Para ser mi jefa? Veamos, veamos… ¿Nada? ¡Vaya, he acertado! No has hecho nada. Tu único mérito es ser la hija de la madre que te parió y del padre que te engendró quien, por una serie de hechos diversos, trapicheos varios y mucha caradura, copió un producto y de una empresa pequeñita que vendía cuatro cachivaches hizo… bueno, hizo una empresa más grande. No, un imperio no, querida, baja del obelisco.
Al sentarme en el despacho y ver que tú y tu hermano os abalanzabais sobre mí como aves de rapiña ávidas de carnaza, me dije a mí misma que no iba a sucumbir, que no iba a dejarme avasallar como otras veces. Ten calma, pensé, relájate y disfruta como si fueras el espectador de una puesta en escena en exclusiva para ti. ¿Por qué no?
Y entonces veo cómo se levanta el telón y… Sobre mí empiezan a caer una serie de reproches, amenazas, ¿alabanzas? Bueno, sólo una, dicen que trabajo bien, ‘porque si no ¿de qué ibas a estar tú aquí cobrando un sueldo, bonita?’, me dice el hermano de ojos saltones y pelo de muñeco. ¡Vaya, qué halagador! Por cierto, lo de bonita, sobra, mejor te lo ahorras, quiero decir y digo para su sorpresa. Pero cada vez estoy más perdida.
El momento culminante llega cuando aquella señora, la que habla siempre desde lo alto del obelisco, me dice, gesticulando por debajo de su cubierta pétrea de maquillaje, que ella es quien tiene la potestad de concederme las vacaciones. ¡Alabada seas, pues, oh todopoderosa! Un desliz por mi parte −en ese momento estaba completamente inmersa en la trama del espectáculo−, y enseguida rectifico para mí. Un momento, un momento… ¿Pero las vacaciones no eran un derecho? Vaya, esta señora está alucinando y me quiere convencer de que las vacaciones son un favor que ella nos hace, desde su obelisco, en un alarde de magnanimidad. Todavía querrá que las chupemos −las vacaciones, digo− de su teta. Ahora que esto se pone interesante, empiezo a echar en falta unas palomitas, aunque sigo un poco perdida…
De pronto, la señora de la teta llena de vacaciones me recuerda, con gesto retorcido y dedo acusador, que me concedió el don de las vacaciones cuando operaron a mi madre, a pesar de que en ese momento no le convenía a la empresa, ya ves tú, con todo el trabajo que había. ¡Desde luego, qué mala persona soy! ¡Y qué sufrida ella…! Me va a hacer llorar y todo. ¿Alguien tiene unos clínex? Me lo repite y me lo vuelve a repetir: suyo es el poder y la gloria de otorgarlo, dueña y señora de la ubre del descanso retribuido, dadora y quitadora de vida, en fin. ¡Y yo que creía tener frente a mí a una simple mortal! Acabo de ver la luz que irradia a raudales desde el obelisco.
Este giro imprevisto me hace presentir que se acerca el desenlace, a pesar de que siguen dando vueltas sobre lo mismo, como bestias de carga que empujan una noria a paso lento, pero decidido. Será, claro, porque me he quejado una vez −¡una!− de que me programan viajes sin previo aviso, sin contar conmigo, sin importar que coincidan con las vacaciones que ya he comunicado a la empresa meses antes y que el ente benefactor ni ha consentido ni ha denegado. Porque nunca se pronuncia… Y yo, ante el silencio, y a medida que la fecha se aproxima, cruzo los dedos y empiezo a presagiar, a través de invocaciones a dioses paganos sin tetas de ninguna especie, que puedo ser merecedora de la gracia…
Pero qué oigo? ¿Será verdad lo que dice? Que a partir de ahora me firman las vacaciones. Eso sí, la mitad a fijar por ellos en las fechas que la empresa quiera, todo muy legal, y subrayan: ‘No vamos a ir a putear, ¿eh?’ ¡Uf, menos mal!, pienso, me quedo mucho más tranquila.
Ahora lloros, ruegos y preguntas. Pero algo me dice que todo puede ser utilizado en mi contra, así que yo no digo nada, no vaya a ser que esta señora se ponga hecha un obelisco… Sí, hecha un obelisco. Porque mi jefa no se pone hecha un basilisco, como el resto de los mortales. No. Ella, según sus propias palabras, se pone hecha un obelisco.
¿Sabrá lo que es un obelisco esta señora? Algo me dice que no. Pero yo me la imagino feliz allí arriba, en lo alto, contemplando sus dominios a vista de pájaro. Me incorporo de la silla con el mismo malestar de otras veces, una mezcla de alivio por marcharme y de repugnancia por mi sometimiento, de indefensión y cólera reprimida. Y a punto de cerrarse ya el telón, reprochándome a mí misma el haber callado demasiado, me dirijo hacia la puerta del despacho con una sensación de mareo que me hace vomitar compulsivamente, en medio de la moqueta ajada, un reguero de palabras descompuestas: ‘¿Sabes qué te digo, cosa boba? Que te lo regalo. ¡Para ti el obelisco!’
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