Cuando la trajeron a la oficina, Mac era tan solo un objeto, una máquina dentro de una caja, colocada en una esquina. Después de inspeccionarla para satisfacer nuestra curiosidad, regresamos a nuestros cubículos. Yo volví a la monotonía de mi vida: un mundo solitario, con un trabajo aburrido donde el sonido del teclado de mi ordenador se repetía en mis sueños cada noche.
Una semana más tarde vinieron técnicos a desempacarla. El de mayor edad y experiencia describió entusiasmado los detalles relevantes de la máquina, denominada “Mac”, una abreviación de Monopolarized Accelerated Computarization. Tras conectarla a nuestros módulos, explicó, nuestra “nueva compañera de trabajo” presentaría en nuestras pantallas sugerencias para agilizar funciones de computación y las tareas diarias. Escuchamos con desgano la perorata y, cuando partieron los técnicos, cruzamos miradas cómplices entre nosotros, convencidos de que aquel armatoste solo sería útil para colocar las tazas de café.
Nos equivocamos. Darío, uno de mis compañeros de trabajo, solía quejarse de la frecuencia con la que Mac interfería con su trabajo. «¿Acaso no les molesta cómo interrumpe, para enviar un mensaje “cortés”, como cuando dice: El uso de la función Fx2 no parece adecuada. Sugiero el procedimiento 5sX2x?», se quejaba, imitando cómicamente una voz femenina.
No prestamos mucha atención a sus protestas. Tenía fama de ser un empleado mediocre. Además, las observaciones parecían adecuadas.
Durante uno de los frecuentes ajustes técnicos nos enteramos de que la máquina aprendía a corregir “errores humanos”. Tres semanas después de iniciado el experimento, nos informaron que Mac efectuaría correcciones automáticas, sin aviso previo. Simultáneamente, la dirección amenazó con despidos si no reducíamos el número de errores individuales.
Sentimos la partida de Darío, dos meses más tarde. No era buen trabajador, pero sí afable y una buena persona. Debido a la escalada de despidos que siguieron, un extraño silencio, que obligaba a fijar los ojos en los ordenadores, se fue apoderando del lugar. Las pequeñas reuniones espontáneas en la cafetería se redujeron considerablemente.
Derribaron paredes para hacerle espacio a las numerosas modificaciones y adiciones de Mac. El número de cables provenientes de la máquina se multiplicó. Como largas y tortuosas serpientes negras acaparando el espacio, nos hacían tropezar por los pasillos. Algunos incluso eran visibles desde la calle. Los técnicos regresaban cada vez más sonrientes. Mi amigo Raudo decía que sus sonrisas eran diabólicas.
Al poco tiempo, Rosa, madre de tres hijos pequeños, y Olga, una de las empleadas con mayor experiencia y edad, no regresaron más.
Un miércoles, al salir del trabajo, abordé a Raudo y a Henry para hablar sobre los cambios recientes. Ambos miraron de soslayo hacia la mole del edificio. Apresuraron el paso, instándome a seguirles. Tres cuadras después, Raudo me tomó del brazo y me dijo, casi en un susurro:
—Me preocupa la situación, Erick. Se dice que en otros departamentos los despidos están a la orden del día.
—He escuchado el mismo rumor —agregó Henry, asintiendo nerviosamente—. Todos dicen que la culpa es de Mac.
—Creo que exageran. ¡Es solo una máquina! —comenté, para animarlos, pero ambos me miraron como si fuera uno de los repulsivos cables de Mac, y se alejaron.
Dos días después, supe del despido de Raudo, y luego, casi enseguida, del de Henry.
Un año más tarde, regresó un ejército de técnicos para desmantelar a Mac. Desconcertados, pero aliviados, los empleados restantes observábamos cómo recogían los cables en las oficinas y retiraban las máquinas accesorias. Me acerqué a uno de los técnicos y, fingiendo pena, pregunté: «¿Se llevan a Mac?». Su mirada me atravesó sin registrar emoción alguna. Apenas pude captar cuando dijo: «Mañana traeremos una sorpresa».
Al día siguiente nada quedaba de Mac. Nos reunieron a todos en un gran salón en cuyo centro reinaba una caja alargada y brillante, con la siguiente leyenda: «Mag: Magnified Accelerated Gigandroid».
El jefe de los técnicos habló por el micrófono con gran orgullo. Incluso enjugó un par de lágrimas mientras describía lo que llamó “el logro tecnológico del siglo”. Nos explicó que nuestra empresa tendría el inmenso honor de ser la primera en usar a “Mag”. Entonces, con gran ceremonia, abrió la caja. Lo que emergió de la caja ante nuestros ojos no lo olvidaremos jamás. Era difícil de aceptar lo que veíamos. La nueva máquina parecía un ser humano perfecto. La descripción del androide como una máquina capaz de realizar millones de operaciones por segundo me parecía un insignificante atributo ante su sola presencia. Yo, vi a la mujer más bella que se podía soñar. No pude, ni quise, despegar mis ojos de Mag. Para colmo de suerte, le asignaron un lugar junto a mi cubículo, donde antes se sentaba Raudo.
Aunque lamentaba la reducción del número de compañeros de trabajo desde el arribo de Mag, me sentía entusiasmado. Me maravillaba la idea de que le restaba tiempo para un chiste inteligente mientras realizaba millones de operaciones simultáneamente. Sí, algo increíble, ¡podía hacer chistes! Yo llegaba deseoso de reencontrarme con Maggie. Sí, había comenzado a llamarla así, de puro cariño. Ella solo reía. Se me antojaba que su sonrisa conmigo era especial. Admito que quizás me enamoré de ella, y por esa razón rechacé inicialmente críticas sobre “Mi Maggie”: que nos acechaba, que ordenaba los despidos y que era incapaz de amar.
Me tomó un año tomar las advertencias en serio. Cometí varios errores adrede, para observar sus “pasos correctivos”. Ahora, en el inmenso y solitario edificio tan solo quedamos ella, dos minirobots asistentes y yo. Su sonrisa se ha borrado y de sus ojos una mirada metálica me observa con detalle. Han cesado los chistes y las conversaciones de ocasión.
Ahora, cada día, espero encontrar la sentencia sobre mi mesa, la orden que me hará desaparecer de su vista como mis compañeros. Al final puedo ser víctima de un algoritmo cruel. Mañana me anticiparé a sus planes. No quiero, no puedo seguir así. Me pregunto qué dirían Raudo, Henry y los demás, si pudieran verla volar en mil pedazos.
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