En aquel trocito de cielo humilde vivían cuatro nubes encargadas de abastecer de agua el suelo que les había tocado en suerte. Todo hubiera ido bien de no ser porque una de las cuatro era tremendamente holgazana y no soltaba una sola gota de lluvia en el campo socarrado, tampoco en los barreños mustios de esos padres que tenían que llevar a sus chiquillos a la escuela con la ropa llena de lamparones porque a la nube egoísta no le salía del chirrinchi desaguarse. Al final, tocaba siempre a las otras tres, mucho más generosas y escuchimizadas, calmar la sed del campo, convertir el huerto en vergel y llenar de agua los secos barreños de hojalata. No soportaban ya aquella nube indolente; parecía más un balón de playa inflado de zanganería que una nube de agua en forma de borreguito, que es como se han pintado toda la vida.
Las tres nubes no daban abasto; iban y venían, estresadas, por su trozo de cielo teniendo que esquivar a la holgazana, que encima no hacía otra cosa que molestar. Pasaban el día cargando y descargando agua porque la gente de allí abajo de su trocito de cielo tenía la vida tan seca como sus billeteras, y aquello era un dolor muy grande para cualquiera que tuviese una chispita de conciencia. Observando aquel panorama les repicaban las tuberías y les salía del alma humedecida regarles el huerto y los barreños, incluso hacer una charca a esos chiquillos de barrio empobrecido para que pudieran jugar a salpicarse los pies o inventar una playa llena de tiburones.
Tan agotadas estaban las pobres nubes que tuvo que venir en su ayuda una muy diligente y vigorosa. Vestía chapela y era la mar de trabajadora, los barreños, felices como tortugas con ruedas, rebosaban agua a rabiar, los tomates hacían surf sobre el huerto y los chiquillos jugaban chapoteando en la charca, perdidita de agua y repleta de ranas, grandes y peligrosas como tiburones de mar.
A la nube egoísta la trasladaron a un trozo de cielo del Sahara, que está plagado de nubes como ella porque es donde llevan a todas las nubes imposibles. Y aunque no hay forma de que entren en razón, ni dicen mu, continúan en plantilla, nadie sabe por qué. ¡Mal rayo las parta!, que tienen allí debajo de ellas el suelo hecho un desgraciado, y es un dolor de corazón verlo sangrar de sed, lleno de grietas moribundas sin porvenir alguno. ¡Hay que ser mala y sinvergüenza!
Las nubes holgazanas iban aumentando hasta tal punto que no había ya un hueco libre en el cielo del Sahara para tanta nube insensible. Aquello empezó a ser una plaga tan enorme que ni el director del Consejo Internacional de Nubes ni el presidente o el vicepresidente sabían como atajar. Fue entonces cuando un conserje recién llegado de Castro Urdiales les planteó una solución. Trasladaron a aquella zona desértica a una becaria muy espabilada que era pelotari. No hubo una sola nube que resistiera sus lanzamientos. Las hizo romper aguas en un pispás cubriendo el suelo de alegría. Desde arriba se oía el palmeo de los de abajo y sus voces gritando eskerrik asko.
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