Trabajar para Eric era como la sempiterna promesa: necesaria pero difícil de cumplir. No obstante, siempre que tuvo la oportunidad, mantuvo el compromiso, logrando estar a la altura; a pesar del bicho, de la enfermedad.
Si no es suficiente combatir en un entorno laboral con todo lo que ello implica, tal como el hecho de rendir con dignidad, competir sin extrema ambición, lidiar con problemas que probablemente no has buscado o conservar con uñas y dientes un empleo que podría ser precario, Eric debía asumir —¡Cuánto le costaba!— que había iniciado la carrera tarde —desde la línea de salida—, una vez sonó el disparo.
Las dificultades eran evidentes: el crecimiento personal, tardío, el mercado laboral, competitivo. Y los años que no perdonan y que te obligan a dar muchas explicaciones respecto a la escasa experiencia laboral en relación con la que se presupone a raíz de tu edad. Así que vuelves a mencionar al bicho —posiblemente como excusa— que, sin duda, ha tenido mucho que ver en la historia. Pero que nunca resulta un motivo claro que te haga sentir en paz.
A pesar de lo dicho, Eric se sentía válido para desarrollar cualquier actividad laboral que conviniese. Sin embargo, la timidez innata —que intentaba disimular durante casi todo el tiempo— unida a cierta fobia social adquirida que le sobrevino, y que solo actuaba en ciertos contextos, minaba su moral, porque él comprendía que el resto no iba a comprender que la comprensión a veces resulta necesaria con los demás, sobre todo cuando desconoces lo que enfrentan.
A Eric tan solo le quedaba rezar para seguir evolucionando con éxito y, si fuera posible, no hacerse depender de una pensión en función de los años cotizados porque sería todo un despropósito. Eric había cotizado menos que un periodista sin vocación, que un escritor brillante (de los de antes) o que un influencer en el Medievo. Puede que como tertuliano o colaborador televisivo tuviera alguna oportunidad, pero era ser enfocado por la cámara y temblar, como cuando la chica guapa de la fiesta te envía una sonrisa y te derramas el cubata encima.
Antes del bicho no es que Eric fuese especialmente resuelto, pero, al menos, no temía nada; siempre que exceptuemos a un grupo numeroso de niños con globos de agua, una chica atractiva e insinuante en un ascensor o una improbable lluvia de meteoritos a lo Armagedón. ¡Demonios! En la actualidad, hasta tomar una tila en un garito dedicado a amables personas mayores le inquietaba. Si al menos fuese capaz de enfrentar el día a día…
Dicho esto, no estaba todo perdido. Había mucha gente que creía en él, tal como sus acreedores, algún que otro enemigo y la vecina del quinto, que solía gorronearle arroz. También, su madre, su familia política o —ya algo en serio— un ser de luz tan blanca como aquella que te guía durante el —a veces— triste ocaso. Se trataba de su compañera, su mitad o como se le quiera llamar. Ella confiaba en él, en sus aptitudes.
Ambos compartían el bicho, también un afán desmedido por ser productivos, activos o útiles. Acreedores de una vida laboral que se les resistía por limitaciones impuestas por el destino y que debían combatir. Lo hacían mediante el arte o la escritura, o la escritura o el arte. Según se mire. La una garabateaba como los ángeles hasta sacar sus dibujos y el otro escribía como un demonio para no sacar nada en claro. En definitiva, sí que llevaban a cabo una misión, pero no un trabajo como Dios manda, tal como se suele decir.
Siguen buscando la felicidad, a pesar de las limitaciones con las que cuentan —tanto las reales como las autoimpuestas—, el tinglado —tal como está montado— o el bicho, que siempre amenaza con volver. Porque se trata de personas realmente inconformistas que no buscan una prestación o un subsidio fruto del dolor, sino la recompensa por enfrentar una realidad que se torció y que los obligó a escarbar en su talento…
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