Se acercaba el fin de los meses turísticos y un año más no había conseguido vender todas las pulseras. La triste esperanza de volver antes de tiempo a Ciudad tras un trabajo terminado se esfumaba. Estaba agotado.
En una semana celebraría mis trece años acompañado de todos mis hermanos y mi hermanita.
No me gustaba Sayulita, demasiadas caminatas bajo el calor abrasador a lo largo y ancho de la playa. Para colmo, ese año había descubierto que no sabía bailar. Fue una tarde de Agosto y una güerita no me compraba nada, tan solo quería verme bailar. Yo no sabía. Nunca había bailado. Intentó enseñarme algún paso pero yo solo quería hacer mi trabajo. Sabía vender y quería hacerlo rápido. Enviaba el dinero ganado a mi padre todos los viernes a la misma hora.
Muchas de las noches me sentaba antes de dormir a ver repeticiones de jugadas de fútbol en un local cercano a la playa, apoyado siempre en la misma farola en un sitio estratégico en el que las largas colas de turistas no tapaban la visión. Guardaba un cromo de Messi que me había regalado un güero, siempre lo llevaba encima. Soñaba con llegar a ser como esos jugadores de la tele ¿Cómo lo iba a conseguir si no sabía ni mover el esqueleto? Ya que de eso se trata, primero hay que saber bailar para poder jugar a la pelota. Lo veía en los partidos que echaban en la televisión de aquel bar, la gente estaba feliz. Gritaban eufóricos, saltaban y bailaban. Los jugadores también danzaban después de marcar goles. Era lo que debía hacer, aprender a bailar.
De regreso a casa lo hablé con un primo lejano de mi madre, que como a la vuelta, nos había hecho el favor de hacer y ahora deshacer el trayecto hasta Uruapán en el camión de transporte de ganado en el que trabajaba. Su rutina se alteraba por la necesidad de un familiar y no parecía molestarle, más bien todo lo contrario. Y desde allí en autoestop hasta casa. Un trayecto de unos novecientos kilómetros que tardaba en hacer tres días. Cuando le conté que quería aprender a bailar no paraba de repetir que eso era una somera tontería. Me decía que debía trabajar duro para ayudar a la familia en todo lo que pudiese. Él había empezado a trabajar con ocho años y pudo llegar a donde estaba a base de mucho esfuerzo. Recalcaba sin parar que venía de una familia más pobre que la mía y ahora ya tenían en casa una hielera nueva de no sé que marca de no sé donde. No lo conocía tanto como para fiarme de sus palabras. Mi madre había dicho que era un buen hombre y que cuidaba de los suyos. Yo no lo entendía. Seguro que no había visto a toda esa gente bailar y reír.
Celebramos mi cumpleaños sin saber nada de mi hermanita. Se había ido, como todos los años, a trabajar a Playa del Carmen y todavía no había regresado. Mi madre aparentaba no estar preocupada pero yo la oía llorar en el baño por las noches. Comentaba, sin buscar respuesta, que era algo que podía pasar y ahí se acababa la conversación. En ese momento supe sin querer saberlo que nunca aprendería a bailar.
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