MIRADAS

La esperaba nervioso; la había visto pasar a mi lado siete veces y nunca me había mirado. Esta vez sería diferente, la obligaría a prestarme atención.

Recuerdo perfectamente todos y cada uno de nuestros encuentros. Es imposible olvidarlos, se han grabado a fuego en mi mente. Desconozco por qué jamás mostró interés por mí. Siempre marchó con algún compañero de trabajo. Pero la última vez fue la más humillante: marchó con todos, y a mí me dejó tirado, ahogándome en mi propio llanto.

¿Cómo pudo hacerme una cosa así? Jamás me recuperé de aquello. La voz corrió como la pólvora; yo era el único que no… Me derrumbé. Estuve tiempo en manos de psicólogos, de psiquiatras…

Cuando volví al trabajo, el jefe me llamó. Intentó darme ánimos, decirme que la culpa no era mía, que tenía que superarlo. Yo no necesitaba su consuelo, sabía que la culpa no era mía; sabía perfectamente que era suya, de ese… ¡hijo de la gran puta!

Cuando lo amordacé y lo até en la silla de su lujoso despacho, cuando encendí la mecha del cartucho de dinamita colocado en su pecho, pude ver en sus ojos cómo reconocía su culpabilidad.

La foto, que descaradamente exhibía sobre su mesa, confirmaba que era verdad lo que todos sospechábamos. Con el dinero presupuestado para la seguridad de la mina se había comprado un chalé enorme en la sierra de la Pedriza, un paraje natural protegido.

Los siete accidentes se podían haber evitado reemplazando los viejos detectores de gas grisú por unos más modernos. Nadie hubiese muerto.

Cuando el despacho voló por los aires y la onda expansiva me reventó por dentro, esperé en el suelo, desmadejado, a que esta vez la parca me mirase y me llevase con ella para siempre.

Cuando apareció, se giró hacia mí, pero no tenía ojos y comprendí que tampoco me miraría. Dejaría que la silicosis, causada por el polvo del carbón que respiré durante años en la mina, me matase poco a poco, tal y como había hecho con mi padre y mi abuelo.

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