Mi prima tiene un jefe que es imbécil. Y el jefe de su jefe, peor todavía. Dos pirados, dos inútiles. Dos gilipollas de tomo y lomo. Mi prima se disfraza de lagarterana cuando la llaman a capítulo. Contesta como una niña pequeña cuando la regañan, buscando una mota de barro en sus relucientes zapatos de charol. Baja un poco la cabeza, saca morritos al borde de una supuesta lagrimilla. Le tiembla la barbilla por el falso llanto contenido. Si. No. Aunque le pregunten cómo
o qué. Ella dice sí, sí, no, no. Entra en bucle, repite monosílabos frente al chaparrón. Y el jefe, que es imbécil, se vuelve loco. ¿Sí qué? Sí, dice ella, pensando en el mar, en ese gin tónic que se va a preparar en cuanto suba de la playa. Le quedan tres telediarios. Pero en el ínterin, aguanta el chaparrón con monosílabos.
Mi prima tiene un jefe que es imbécil. Cuando te toca, te toca. Hay dos tipos de jefes «malos», el que es muy listo y de empatía anda en secano y el que es tonto, pero tonto, tonto, y se pasa la vida intentando que no se le note. Lo que se conoce en el mundo de lo políticamente correcto como llegar al nivel de incompetencia. Es una manera fina de describir la situación. En cualquier caso, por muy antipático que sea, prefiero al primero. Con un tonto ni a mear, porque salpica. Con alguien listo siempre hay una manera de resolver las cosas. No conozco a nadie inteligente que a la vez sea mala persona. Puede ser un extraterrestre, sí. Pero malo, nunca. Puede ser difícil hablar con él, pero no imposible. Sin embargo, el que es tonto suele cojear de malo. Para esconder la estulticia hace falta maldad. Las triquiñuelas que requieren tapar la necedad propia salpican siempre. Las meteduras de pata del imbécil exigen de un chivo expiatorio, y ahí están los subordinados, que reciben el chorreo por la impericia propia, buscando complacencia. Da igual el trabajo en el que estés, peón de hacienda, revolucionario, que tengas tienda o seas funcionario, la jerarquía es una pesadilla cuando el jefe es imbécil. El respeto al escalafón se hace padecimiento.
Mi prima tiene un jefe que es imbécil. No hablo de género, pienso en neutro. Su jefe a su vez reporta a otro que también lo es, y que está lleno de mala leche, con perdón. Y piensa uno, «¿Cómo se puede llegar a esos puestos siendo un idiota?» Bueno, casos peores se han visto. Se me ocurren un par de ejemplos que han llegado muy alto. Inexplicablemente alto. Quizá estén a punto de hacerse aire. Oxígeno, Nitrógeno y Argón. Aire. Sin forma definida ni color. Aire. Bluf. Pero han llegado tan tan tan alto, que mucho depende de ellos. Y muchos. Así nos va. Llegar a la cota de ineptitud no es un mito. Ocurre y no se debería forzar, porque se ve venir en general. Cuanto más arriba se llega, más miedo da la caída. Cualquiera se baja.
Así que mi prima tiene un jefe que es imbécil y cuando le regaña, que es casi todo el rato, mi prima se inclina un poco, evita el contacto visual, frunce los labios, aprieta las manos y responde con monosílabos. Espera que pase el chorreo. Como las broncas ahora son por «Teams», es decir, a distancia; hay algunas técnicas para defenderse: bajar el volumen, quitar la cámara, ir haciendo otras cosas, mandar correos, avanzar con el curro en modo multi pantalla. Se minimiza la reunión en una esquina y pa’lante. Porque además de reunirse, hay que currar. Pero con este afán de controlar al personal, no le dejan trabajar. Eso sí, atado en corto, no te vayas a escapar.
Sobre los imbéciles, en especial dedicado a los jefes imbéciles, aunque extensible a otras relaciones, me impresiona la sabiduría popular. La diferencia entre el tonto y la linde es que cuando se acaba la linde, el tonto sigue. Y el colofón: no hay nada peor que un tonto con iniciativa. En resumen, que mi prima tiene un jefe que es imbécil, aunque ella le llama tarado. Es generosa con el verbo (tonto, bobo o alocado), a mí me parece más un imbécil. Cualquiera puede ser mi prima, pero ojito con convertirnos en su jefe.
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