El servicio comienza a las veinte horas, puntual. El mozo se encuentra elegamente vestido con su camisa blanca perfectamente planchada, el chaleco perfectamente lavado, un pantalón negro del calce correcto y perfecto, zapatos negros excelentemente lustrados y el pelo elegamente peinado. Avanza con la bandeja en las yemas de sus dedos, observando cada una de sus mesas para asegurarse de que todo estuviera impecable. Se asegura de que cada servilleta este doblada correctamente, que los cubiertos y ceniceros estén en su lugar, y que no hay faltantes a la fecha. 

  Al mozo le gusta creer que tiene el control. Y mayormente lo tiene. Pero esa noche no. 

 Entran los primeros comensales, los acompaña hasta la mesa, corre sus sillas y los saluda. Dice su nombre y deja las cartas, prometiendo volver en cuánto estén listos.

  Avanzan los minutos y el servicio indudablemente ha comenzado. La gente entra, las campanas suenan en la cocina y en la barra, el mozo va, viene, pide, comanda, lleva. De repente, ya tiene 6 mesas y siente que comienza a retrasarse. El lugar parece más grande que nunca, e incluso aunque lleva 20 años trabajando, tiene en su corazón una pequeña puntada, un sentimiento que le dice que no va a poder.

 Algunos comensales comienzan a verse molestos, el mozo va de un lado a otro intentando que no se note que esta apurado. Los tragos de la tercera mesa salen, pero están muy lejos. Siente que va a tardar una eternidad en cruzar el salón y llegar a ellos. La mesa empieza a hacer señas de que esos son sus tragos. Cuatro platillos de comida suenan en la cocina. Ya tiene 12 mesas. Se quedó sin mani, ¿todavía no llevó los tragos? Se apura más. Logra dejar un plato pero no encuentra los demás y la gente ahora esta enojada. El salón esta lleno, de repente no hay nadie atendiendo ese servicio más que él. No hay a la vista cocineros, ni bartenders, ni en el encargado, ni la dueña. Nadie está. Solo él y los clientes enojados. Llena su bandeja y reparte los pedidos. La gente le pide más cosas de las que puede anotar. El salón es el doble de grande, y ahora tiene una escalera. Arriba, un piso lleno de comensales preguntando cuando va a estar su comida lista. 

 No puede respirar, no puede parar, solo puede correr intentando llevar todo a su lugar lo más rápido posible. Pero no puede. No llega. No hay tiempo. Hay demasiada gente y él ha quedado chico. 

-La concha de tu madre.-Se dice a sí mismo bajito. Todos los comensales lo están mirando, de repente se paran y uno grita:

-¡Si no me traen mi comida, la voy a ir a buscar!- 

El comensal se para y detrás de él otros cientos, y todos comienzan a abarrotarse y a correr hacia la cocina. El mozo, con la bandeja en la mano llena de tragos los mira espantado y yace finalmente en el suelo luego de que una centena de zapatos perfectamente lustrados le pasen por encima. La camisa blanca se le arrugo y se le mancho el chaleco, su pelo quedo despeinado, los vidrios de la bandeja tirados en el suelo, y él  muerto desangrado con el servicio sin terminar.

 
 
     

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