Nunca conocí a mi jefe.
Me contrataron un sábado 15 de algún mes. La entrevista consistió en enviar un video hablando de lo que me interesa, a lo que un mail respondió:
Contratado.
-M.
Luego, comencé a trabajar para la empresa.
Yo sabía que algo andaba mal cuando Mónica dejó de hablarme. Conversábamos todos los días, desde que entrábamos a las 8 de la mañana, hasta que salíamos a las 8 de la noche. Mónica era hermosa. Me parecía que tenía cara de actriz, pero cuanto más la veía, más deforme se volvía su rostro. Pero luego veía sus ojos verdes, sus pestañas arqueadas, su nariz respingada y sus labios grandes y volvía a pensar que tenía cara de actriz. Una vez, salió de la oficina gerencial llorando, y ahí noté sus grandes cachetes y su pequeña pera. Volví a pensar que no sería linda frente a la cámara.
Ese día, entre lágrimas, se sentó en su silla que estaba frente a mi escritorio y me susurró “ya no seguiré aquí, no puedo.” Le estaba por preguntar qué ocurría, pero me inhibí. Yo no tenía necesidad de saberlo, tal vez, no tenía ganas de saberlo. Decidí imaginar por qué se iba. Tal vez, le salió un viaje a Latinoamérica. Tal vez, su marido le pidió que deje de trabajar. Eso sí sería motivo para que Mónica llore. Me negaba a pensar que había sido despedida. Era la mejor para entender cómo funciona el programa. Ninguno del resto de los hombres en la oficina podíamos entenderlo. En gran parte, aunque detesto admitirlo, es por eso que la contrataron.
Mónica dejó de llorar cuando se levantó de golpe, corrió al baño, y vomitó.
Hay un tipo en la oficina que me hace dudar si realmente lo contrataron para el trabajo o si nos está observando a modo de vigilancia. Cuando firmé el contrato, había un punto que especificaba “la plena confianza en nuestros trabajadores, no los custodiamos con cámaras de seguridad, ni con el fichero que marca la hora de ingreso, ni con tarjetas para ingresar al edificio”. Era cuestionable para ser un edificio de 54 pisos, con un enorme portón que se abría solo al reconocer las patentes. Yo, por supuesto, no tenía auto, entonces dejaba mi bicicleta amarrada al costado del portón y esperaba a que algún auto entrara o saliera. Una vez, ningún auto apareció. Ansioso y angustiado, salté el portón. Tres patrullas aparecieron del otro lado y dos hombres, no policías, hombres con armas, me apuntaron. Como no tengo tarjeta de identificación, los hombres me detuvieron por 3 horas y media hasta que pudieron corroborar que yo trabajaba ahí. Luego volví a mi escritorio con la camisa manchada de barro. Nadie me miró, seguían escribiendo hipnotizados en sus computadoras (siempre me pregunté qué tanto escribían). Mónica dejó escapar una pequeña sonrisa que llegaba a lucir sus blancos y parejos dientes.
El día que Mónica dejó de ir a la oficina, me di cuenta de cuántos empleados éramos. Solo en ese piso, deberíamos haber al menos 55 hombres sentados en 55 escritorios. El piso era uno de los más altos del edificio. Parecía un gimnasio con escritorios modernos y sillas de plástico. Habían ventanales en lugar de paredes, pero el vidrio era tan oscuro que no se podía ver con claridad hacia afuera. Siempre parecía ser de noche. Había un baño al lado del ascensor. Del otro lado, había una oficina cerrada, sin ventanas, con una puerta de vidrio opaco. Nunca entré, pero la puerta decía “oficina gerencial”. Imaginé que ahí estaba encerrado nuestro jefe, trabajando arduamente día y noche. Nunca lo vi entrar ni salir. No estoy seguro de que nadie lo haya visto alguna vez. No era un tema de conversación en la oficina. Creo que nadie nunca había visto a nuestro jefe.
Un día tuve que entrar. Fue una situación extraña. Mónica ya no estaba, y en su silla se sentaba un jóven de algunos 20 años cuyo currículum decía que tenía experiencia laboral pero que claramente era su primer trabajo. Otro de los jóvenes se levantó y entró a la oficina gerencial. Solo en ese momento noté que en la oficina, de esos 55 hombres, al menos más de la mitad tenían menos de 30 años. Yo tenía 38 para ese entonces. Nunca me había sentido viejo hasta ese momento.
El jóven no salía de la oficina gerencial. Luego de aproximadamente media hora de ver su silueta en el vidrio opaco, su mano agarró la manija y amagó a salir. Pero no salió. Se quedó unos 15 minutos sosteniendo la manija.
Cuando por fin salió de la oficina, yo volví a mi computadora disimuladamente y comencé a escribir a gran velocidad -palabras que ahora, en mi memoria, no son más que una nube borrosa de letras que se vomitaban una tras otra en un documento- y sentía los pasos del jóven cada vez más cerca. Yo no volteé, tenía miedo de darle la oportunidad de que analice mi rostro, mis arrugas, las pequeñas canas que se asoman sobre mi flequillo y, por sobre todo, que note mis entradas. Me dijo con firmeza “ella te quiere decir algo”. No recuerdo qué respondí, los nervios se apoderaron de mi. Nunca había considerado la posibilidad de que el jefe fuera en realidad una jefa.
En el segundo que abrí esa puerta supe que debía irme de allí. No podía asimilar tremenda atrocidad. La habitación estaba plagada de máquinas que se movían siguiendo un ritmo determinado de un lado a otro, anotando, archivando papeles, juntando información. Al final de la habitación estaba ella, la única máquina que se movía a destiempo. Era como una gran máquina de escribir, bastante moderna, que anotaba lentamente palabras sobre una hoja blanca. Sobre ella, había una cámara de vigilancia que me seguía mientras me acercaba. Cuando la máquina terminó de escribir, agarré el papel con mis dos manos.
Debemos dejarte ir, lo siento.
-M.
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