El Maestro M. se jubiló, la noticia nos llegó a mitad del semestre. Mentiría si dijera que no lo celebramos. La hora suelta en el horario, de octubre a primeros de diciembre, se convirtió en un receso no-oficial para los que apenas íbamos comenzando nuestro día en la universidad; un tercio de un salón poco concurrido.
El Maestro M. se había hecho de infamia entre los aspirantes a ingeniería civil y minera en el campus. Infamia de verdugo. Historias de un puñado de alumnos expulsados por fracasar cuatro veces su materia no eran comunes, pero sí más usuales que las de otros profesores en ese tramo del currículo.
Si comentabas que lo habías escogido para llevar Mecánica de Suelos, miradas preocupadas se te echarían encima, cruces de broma serían trazadas frente tu cara y algún compañero te contaría que tan mal la pasó cuando extendió su confianza al Maestro M.
Ciertamente, el curso no era sencillo. Sobre todo si las bases no habían echado raíz en tu cabeza cuando te las enseñaron tan solo seis meses antes.
La primera semana se fue en regaños, y el Maestro M. llegaba con peso en los hombros. La segunda semana algunos comenzaron a adaptarse, llevarían el mismo libro que El Malándrez utilizaba para ilustrar ciertos casos. La participación aumentó, y el profesor parecía satisfecho.
Entonces llegan los primeros parciales. El examen cayó en jueves, la última clase de la semana. Nos dio dos horas para responder dos problemas. Pasaron dos horas y nadie se animaba a ser el primero.
En mi caso, apenas resolví el primer problema, y tuve dudas sobre la conclusión. Era un número entero cuando debía ser fraccionario. Hizo falta echar un vistazo por el salón para descubrir que nadie estaba seguro. El profesor volvió, con una latita de refresco y un panini envuelto en papel aluminio.
“Jóvenes, se acabó el tiempo. Pónganme los exámenes en el escritorio. Quien se quede resolviéndolo queda reprobado”.
Nos levantamos y rápidamente se hicieron tres pilas de hojas, algunas iban en blanco, otras tenían metodologías diferentes a las vistas en clase (y mal aplicadas). Salimos uno por uno, resignados.
Nadie aprobó, las notas más cercanas llegaban a los cuarenta puntos. El escarmiento no pudo llegar con suficiente prisa. Después de aquel lunes, de los cuarenta que comenzaron el curso quedamos diez.
Con semejante reducción en su clase, el maestro M. cambió el modo. La ignorancia no era tratada con desdén. Ninguna duda estaba fuera de lugar y ningún resultado era ridículo, podía ser erróneo, pero no lo suficiente para un escarmiento burlón.
Llegó el segundo parcial, y los resultados no cambiaron. El lunes que supimos de la masacre, El Malándrez se limitó a extendernos los exámenes con hojas impresas donde se mostraba el procedimiento correcto. Volvió a su escritorio y se quitó los anteojos.
Nos contó de cuando fue joven, en aquel entonces, el campus era un puñado de edificios en el monte. No había calle que lo conectara al resto de la ciudad, mucho menos ruta. Divagó, nos habló de sus amigos y compañeros de carrera, especificando si estaban muertos o vivos antes de pasar al siguiente.
Nos habló de cuando la iglesia intentó colarse a nuestra alma mater. Y cómo se resistió esta influencia, cómo el diezmo se invirtió en matones para atosigar con palos y cadenas a la primera generación de profesionales en el estado. Nos habló de Trini, y cómo murió, pateado en la cabeza entre cinco.
“Eran bien bravos”— dijo alguien detrás de mí. El maestro M. sonrío.
“Pues sí, cómo no. Era por el futuro”— dijo M.
“¿Por eso se hizo profe, profe?”— solté.
“Pues sí, Castillo”—.
Llegó el penúltimo parcial. Algunos pasamos.
Cinco, los únicos que seguimos yendo a clase. El resto reprobó por ausencia. Los que quedamos estábamos más que decididos a llevarla hasta el final, cada quien tenía sus razones para no “dejarla morir”. Junto otra común.
El Malandrez.
La plática pareció echar raíz en nosotros cinco. En lo personal, culpa y vergüenza fueron mis impulsos. Culpa por mostrarme apático, vergüenza por no dar el ancho demandado por el profesor. Pasamos muchas noches en desvelo, algunas encerrados en algún cubículo de la biblioteca. Queríamos aprobarle.
Los frutos de nuestra vuelta de timón jamás llegaron. El Malándrez se jubiló faltando más de un mes para el último parcial. Dejándonos una lista de lectura recomendada, buenos deseos y su correo personal en una hoja enteipada a la puerta cerrada del salón.
Nunca dimos con la razón, no de boca del maestro. Entre yo y otros dos creamos teorías.
Ocupaba un salón por cuatro días, dos horas al día. Su otra clase era tan exitosa como la nuestra, así que lo “jubilaron” a favor de un maestro más caritativo al momento de calificar.
A lo mejor se cansó de nosotros. Pero no por nosotros.
Quizá le perdió la pista al futuro. Nos vio muy apáticos, muy cansados, muy desesperanzados.
Quizá ya estaba viejo para seguir con dos trabajos.
Sea cual haya sido la razón.
El Malándrez se jubiló a medio semestre. Y todos pasamos.
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