El chapoteo propio de las zancadas estancadas y salpicadas por los típicos charcos de la capital pasaban inadvertidos para la múltitud rozagante de las cinco de la mañana. Pocas horas antes, todos sin excepción, descansaban en un acto tan común y a la vez con la capacidad de liberación semejante que solo eso podía ser la fiel explicación de tanto fervor para una mañana tan helada y frívola, no las deudas acumuladas, o el paso de los años malgastados, o los sueños tan doloros que no se pueden confesar, lo que hacían de la estación principal del norte, el epicentro de la vida de la ciudad, como tantos otros en diferentes puntos a la misma hora. La existencia humana, en su máximo esplendor, se justificaba a grito herido de obscenidades sin destinatario cual grito de trompeta de batallón, una vez más, a la misma hora. Aún se veía el antojo del pan de cada día en los ojos de la mayoría, mientras ondeaban sus largos cabellos mojados y pronto confundidos en los contenedores de los cabellos celestiales caídos sobre la buena tierra de Dios. Esos mismos ojos de colores, hambrientos y malhumurados, reflejaban la profunda tristeza y el desgaste de los apellidos del tercer mundo, más no el orgullo de la clase trabajadora solo encontrada en los espacios donde el espacio no alcanza para cada habitante.

Se dice que la primera risa de la mañana del lunes, no viene hasta pasado el medio día. Me atrevo a creer que ni siquiera fingiéndolo, llega a pasar con auntenticidad en todo el aburrido lunes, sin importar la luz con la que se mire o la voz con la que se distraiga. El silencio es aún más insoportable que en cualquier otro día y solo anticipado en las torturantes últimas horas de la tarde agonizante del domingo.

¡Qué viva el regreso fatídico de los asalariados! ¡Qué vivan sus sueños moribundos en números críticos! ¡Qué viva la ilusión de la vida digna en América Latina!

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS