—¡¡«Cómeme la polla», me suelta el Jonathan!!

—¿¡Qué!? Un hola primero, digo yo. Madre mía, ¡cómo vienes! La comida está en la mesa. Siéntate y tranquilízate, no se te vayan a atragantar las salchichas.

—De acuerdo. Tengo un hambre… ¡Oye! ¿Eso de no atragantarme con las salchichas…? ¿Es una broma? ¡Es que no tiene ninguna gracia!, ¿¡sabes!?

—¿Pero qué…? Joder, ¡qué va! Tú no estás bien. A ver, ¿qué ha pasado con el chaval ese?

—Pues después de unas tres o cuatro advertencias le he pedido el teléfono para confiscárselo y me suelta esa barbaridad. ¡La heroína de los adolescentes: el móvil! Bueno, y de algunos adultos, por lo que veo. ¡Tienes el WhatsApp que echa humo!

—Ay, perdona. Lo pongo en silencio. Es una movida del trabajo. ¿Y cómo has reaccionado?

—Le he puesto un parte grave. He hablado con la directora para iniciar un expediente. Ya acumulaba dos leves y con este, cuatro graves. He sugerido una expulsión de quince días, pero ahora mismo está con su padre. ¿Te acuerdas que te conté que se pasa todo el día colocado? Quince días con sus veinticuatro horas al cuidado de ese tío… ¡Ni pensarlo! Así que la expulsión aún tardará una semanita.

—Vaya. ¿Y por qué no le quitan la custodia?

—Resulta que Jonathan no quiere, y como tiene catorce años, él decide. Su padre amenaza con quitarse la vida. Aunque sea un monstruo, es su padre, y el chantaje psicológico le funciona.

—Pobre chico.

—Sí, y pobre madre.

—¡Y pobre de ti!

—Bueno, gajes del oficio. ¿Qué haces mirando los mensajes? ¡Estamos comiendo!

—Disculpa. Es que el jefe quiere convocar una reunión urgentemente. La gente está hablando de recortes.

—¿En serio? Escucha, tú llevas ya muchos años. No creo que estés en peligro, y tampoco tiene porqué tratarse de despidos. Sólo son rumores.

—Sí. Tienes razón. Oye, las vacaciones están a la vuelta de la esquina. ¿Por qué no hablamos de ellas? Y las tuyas son bien largas. ¡Quién tuviera todo el verano para desconectar!

—¿¡Tú también!?

—Cariño, perdona. Sé que te mereces un descanso más que nadie. Ya sabes que te envidio por tus vacaciones, pero yo no podría hacer tu trabajo. A mí ya me habrían denunciado por abofetear a más de un alumno tuyo.

—Ya. Con Jonathan no he perdido los nervios, pero casi los pierdo con un adulto. Bueno, en realidad los he perdido.

—¿Qué? ¿Con quién?

—Con un repartidor. Yo acababa de pedir una tila (estaba un pelín nerviosilla por el incidente del susodicho). Cuando ha llegado, el del bar le ha preguntado cómo le iba y el hombre se ha puesto a echar pestes de su trabajo y de su hijo adolescente. Después ha lanzado una mirada a los profesores que estábamos allí y ha dicho cosas como «¡qué bien viven!» y «¡cuántas vacaciones tienen!». Nunca hago caso de esos comentarios, pero hoy me ha pillado calentita y le he dicho: «¿¡Te crees que los profesores soportarían al maleducado de tu hijo si no tuvieran todos esos días de vacaciones!?».

-¡Nooo! ¿Y luego qué ha pasado?

—Pues… ¡Salvada por la campana! Ha sonado el timbre y le he dicho: «¡Que tenga un buen día!», y me he ido corriendo a clase. Lo he dejado con la boca abierta, sin tiempo de reaccionar. No lo entiendo. Me alegro de no tener un trabajo precario, y aunque resulte difícil de creer, tengo mis momentos gratificantes, pero, a ver, ¿si me quitasen días de vacaciones ese señor sería más feliz? Se equivoca de enemigo, ¿no crees?

—Así es. Se equivocan de enemigo. Por eso la ultraderecha sube como la espuma. ¿Y cómo te ha ido con la madre que quería hablar contigo?

—Se ha quejado porque, palabras textuales: «El moro ese le llama Transformer y marimacho a mi hija». Así que he hablado con Mohamed y me ha reconocido los hechos. La insultó porque él está harto de que le diga: «Moro de mierda, vete a tu país». Ya se sabe, de tal palo… ¡Cómo está el patio! Racismo, machismo, xenofobia, homofobia. Siempre tengo que lidiar con lo mismo. ¡Cuánto odio!

—Vaya día, ¿no?

—Y ahí no acaba todo.

—Parece que necesitas desfogarte. Suéltalo. Yo te escucho, pero después no me acuses de llevarme el trabajo a casa, ¿eh?

—Prometido. ¿Te acuerdas de Luis, de segundo A? Me ha llamado racista.

—¿A ti?

—Bueno, no tan directamente. Le he dicho que no se pusiera a cantar flamenco en mi clase y entonces me ha preguntado: «¿Eso es racismo?». Yo le he contestado que no, que considero que el flamenco es un arte y que si hubiese cantado ópera también le habría llamado la atención, porque tiene que estar atento en clase y sin distraer a sus compañeros. Supongo que me sobraba la palabra «flamenco». Si hubiese dicho «no cantes en mi clase», y nada más…

—No te calientes la cabeza, mujer. Lo que has dicho no es racista.

—No sé. Creo que últimamente meto mucho la pata. Es muy difícil motivar a algunos alumnos, ¿sabes? El chico tiene argumentos potentes. «Si casi no sé ni escribir en castellano, ¿cómo quieres que aprenda inglés?» ¿¡Y qué contesto yo a eso!?

—Caramba. ¡Menudo reto!

—¿Te acuerdas del proyecto que quiero poner en marcha con el profesor de música?

-Ah, sí. El English choir.

—Me he metido en YouTube y he estado buscando flamenco en inglés, y nada. Alguna frase suelta, como mucho.

—¿Flamenco en inglés? ¡Qué ideas tienes!

—Hoy en día tienes que ser creativa. Creo que le daría algo de protagonismo a Luis, y no se aburriría tanto en clase.

—¿Por qué no pruebas con la versión rumba de «All My Loving»?

—¡¡Sí!! ¡Los Manolos! Eres un crack. Ponla en el móvil, porfa.

—¡Voy! Oye, todavía no me ha quedado claro si aborreces tu trabajo o te apasiona en realidad.

— Ay, cariño… «That is the question». ¡Venga, esa rumba catalana! All my loving…

Nainonainonaaaaa…


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