El ambiente en la oficina era irrespirable. O eso al menos le parecía a Eva, que estaba sentada en su silla contemplando a los empleados que iban y venían, apresurados, con documentos en la mano, y a otros que, más relajados, entraban por la puerta del ascensor, riendo y charlando, satisfechos por haber disfrutado de la hora del desayuno. Pronto cesarían las risas y se separarían, súbitamente sus rostros adoptarían un semblante hosco y con un suspiro, quitándose los abrigos, se sentarían en sus puestos.
Eva no tenía hambre. Tampoco reía ni hablaba con nadie. Sentía el corazón oprimido y la boca seca y le parecía que los pensamientos, fragmentarios, inconexos, cruzaban desordenados por su cabeza, estrellándose unos contra otros como si fueran autos de choque.
Empezaba a entrar en un estado de febril somnolencia cuando oyó un golpe seco encima de la mesa. Acababa de aterrizar un portafolios de un color rojo chillón y su reciente portador ya se alejaba, diciendo con tono agrio:
– Lo necesito para mañana a primera hora.
Una camisa a cuadros blancos y grises de repente se giró, y de su cuello emergía un rostro moreno e iracundo que, señalando con el dedo índice al vacío que supuestamente era Eva, añadió cortante:
-Y esta vez no quiero excusas. ¿Quieres que renovemos tu contrato por seis meses más o que lo rescindamos la semana que viene?
Eva recordó un montón de deudas y varios inútiles intentos para encontrar otro empleo. Agachó la cabeza y, con manos temblorosas, abrió el portafolios.
Eva hubiera deseado ser pintora. De pequeña mostró aptitudes para el dibujo, pero con el paso del tiempo tuvo que admitir que no eran suficientes como para ganarse la vida con ello, y mucho menos para mantener a su madre, que languidecía en una residencia para ancianos.
Sólo conservaba a una amiga de la infancia, Candela, quien sí había llegado a hacerse modestamente célebre con sus cuadros, desasosegantes y minimalistas. A pesar de que últimamente sentía su cuerpo dolorido y la cabeza embotada, y se había vuelto reconcentrada y abstraída, Eva decidió a última hora aceptar la invitación de Candela a una exposición de arte moderno en la que figuraban algunos cuadros suyos.
Ninguno de los cuadros le dijo gran cosa. Ni siquiera los de Candela (cuyo arte Eva, por pura envidia, se obstinaba en menospreciar), salvo uno de ellos, que captó su atención de inmediato.
Era tosco y sencillo, pero a la vez, impactante. Sobre un fondo verde oscuro, una figura negra, con el rostro velado, que llevaba algo parecido a una gabardina y unos zapatos de tacón, permanecía de pie, sujetando con una mano un cuchillo por el que se deslizaban gotas de un rojo chillón. Una gran mancha del mismo color se extendía a sus pies y, en medio de ella, yacía una figura, también negra y con el rostro velado, que parecía vestir pantalones y camisa. Sus brazos y piernas estaban torcidos de un modo poco natural, como si fuera una marioneta. El corazón de Eva comenzó a latir con fuerza y por un minuto le pareció que le faltaba el aire.
Cuadros y personas se pusieron a danzar a su alrededor, y se dirigió directa a la salida, sin pensar siquiera en despedirse de Candela. Sin saber por qué, cogió uno de los folletos de la exposición que había en la mesa de la entrada. Le echó una ojeada y se quedó mirando la portada fascinada: un fondo verde, dos figuras negras, una mancha roja.
Candela la divisó desde la distancia y acudió a despedirla. Se sintió halagada al ver en su mirada absorta algo que tomó por admiración. Cogió el folleto de sus manos y, con un rotulador que se sacó del bolsillo, escribió en la portada: «Para mi gran amiga Eva, que un día pintará el cuadro de su vida».
A las nueve de la noche, Eva revisaba un informe que el hombre de la camisa a cuadros le había obligado a rehacer por quinta vez. Se sentía débil, no tenía apetito y la cabeza parecía a punto de estallarle. Era incapaz de concentrarse. Y el informe tenía que estar listo, obligatoriamente y sin excusas, a las nueve de la mañana siguiente. Se levantó de la silla para ir a buscar una aspirina cuando su mirada se encontró con el folleto dedicado por Candela, que había dejado tirado en un rincón. Después miró los documentos de la oficina, desperdigados sobre la mesa. Y, por último, a través del espejo de la esquina, su cara pálida y marchita, en la que destacaban unos vidriosos ojos oscuros que reflejaban una indescriptible angustia.
Una estirada secretaria buscaba a su jefe. Supuso que estaría en su despacho, dado que no tenía reuniones programadas para esa hora. Con el portafolios en la mano, recorrió el pasillo, llamó a la puerta y entró. El portafolios cayó al suelo con un golpe seco y los documentos que contenía se esparcieron por el suelo.
Una empleada temporal, cuyo nombre ni siquiera conocía, permanecía de pie, sujetando con una mano un cuchillo por el que se deslizaban gotas de un rojo chillón. Una gran mancha del mismo color se extendía a sus pies y, en medio de ella, yacía un hombre, inmóvil, con la camisa a cuadros ensangrentada y los brazos y piernas torcidos de un modo poco natural. Antes de gritar y dar la voz de alarma, la secretaria se quedó mirando fascinada la escena.