La jornada comienza. El viejo gallo
del vecino se escucha a lo lejos, la alarma parece palpitar dentro de
las sienes gritándote que cierres los ojos y vuelvas a dormir. Sin
embargo, tu cuerpo se estira, ensancha, estremece, como plastilina en
plena preparación de convertirse en una estructura nueva y renovada
enfrente de la avenida de otros cuerpos en movimiento durante el
trabajo. Esos largos pasillos que, desde joven te habían cautivado cada
ida al supermercado para conducirte directamente a los pequeños lugares
designados sobre la papelería, ahora te hablan y observan en las ocho
horas que pasas ya de adulta, ojerosa y cansada. Las polo rojo vivo con
el nombre de la empresa, grandes y sin silueta, parecen apagar el fuego
interior que sale en una contestación apática y una manipulación
ensayada de manos para seguir haciendo lo que haces una y otra vez
automáticamente.
Blanco, blanco y más blanco, sale uno tras de otro, siguiendo una
pauta que no puedes entender durante esos cuatro minutos contando los
minutos, los segundos y las horas faltantes para acabar en viernes. La
señora enfrente de ti, asiente mirando las hojas salir de la
fotocopiadora, las casi cincuenta hojas recostándose te miran desde
abajo mudas, te dicen que dejes de divagar en pensamientos y te
concentres, pero no puedes dejar de mirar las cejas de la mujer mientras
habla. El zumbido visceral se acrecenta a escalas superiores a
diferencia de los días anteriores, volteas con rapidez al enorme reloj
detrás de tu puesto y mides que faltan tres horas para las tres. En ese
acto de despiste, tu supervisor te observa con ojos serios a unos
cuantos metros atrás de la cliente y te señala con el dedo como un gesto
de aviso. De golpe, las horas de desvelo te queman alrededor de los
ojos por sufrir insomnio y un desajuste de sueño por la jornada completa
de tus dos empleos.
-¿Sería todo? -preguntas, antes de desmayarte por el silencio.
-Sí, ¿cuánto sería? -busca el dinero en su bolsillo.
-¿Por las copias? Dieciséis horas. Es decir, pesos.
-Está bien, a todos les pasa. ¿Tienes cambio de un billete?
Una joven cerca de tu edad se acerca con una sonrisa en la cara,
puedes vislumbrar unos brackets y lleva varios paquetes de plumas
verdes en las manos. Sientes un poco de envidia al verla tan feliz, al
mismo tiempo que, tu cordura amenaza por tirarse del borde de la enorme
pila de hojas blancas. En la máquina registradora titilan los números
verdes, registras la cantidad y sacas el cambio. Tu atención vuelve a la
madre y la hija sin querer, quieres absorver esa ingenua felicidad al
ver tantos artículos de papelería juntos, más no la alcanzas. Ellas se
van y vienen, las ves cambiar de rostros, cuerpos, ropa y expresiones a
lo largo del día en ese puesto del que pareces estar pegada sin
alteración.
Tres, dos uno. Te tocan en el hombro, te sobresaltan un poco para
decirte del cambio de turno y exhalas el aire contenido desde que
entraste, como si fueras a enfrentarte a un actual rival. Abres el
casillero oxidado donde dejas tu mochila, sacas la bolsa y revisas el
otro uniforme azul marino que tienes que ponerte, porque ni para comer
en tranquilidad puedes entre trabajos, y suspiras por la siguiente
jornada para ayudarle a tu madre en los gastos de la renta, la casa y tu
hermanito. Esperas ser recompensada algún día para seguir sintiendo los
huesos y hasta los músculos. Con rapidez, buscas tu celular entre tus
objetos personales, observas la hora al inicio de pantalla y cierras el
casillero sosteniendo la bolsa.
Estás a pasos de salir de ahí, cuando el gerente te detiene y regaña
por realizar las actividades con lentitud, a su parecer. Te quedas ahí
al igual que una estatua, tensa e imposible de derrumbarse en la entrada
de la tienda, abierta a recibir quejas y más quejas de la supuesta
forma efectiva de atender a los clientes: la rapidez. Exhausta, le dices
que si puede decírtelo mañana, dado que tienes que correr a tu otro
trabajo. Su expresión facial se transforma, dándose la vuelta echando
humo por las orejas, te giras para cruzar por las puertas sensoriales.
Al paso de cinco segundos, estás a medio estacionamiento del negocio,
sientes el aire volando tu cabello suelto y el calor solar de la tarde
en la espalda. Enseguida, un objeto desconocido verde te mira desde el
piso a paso que te le acercas. Tu cuerpo se desinfla cuando lo
descifras. La risa incrédula viene primero, las lágrimas amenazantes se
detienen a la orilla y tomas ese pequeño paquete de plumas verdes entre
las manos, aunque no las vayas a usar.
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