Vigilante y cuadro sin título

Vigilante y cuadro sin título

Paseaba por los museos de mi ciudad tratando de mirar la vida con otros ojos cuando no pude evitar solidarizarme con un vigilante que parecía estar castigado.

Cuadro amarillo. Ocho horas vigilando que no se acerquen, que lo miren y nada más. Él lo ha mirado y remirado, el cuadro amarillo. Se gana el pan con él, llega a fin de mes gracias al cuadro amarillo.

Pero qué putada que, por no estar sindicado, de todo el personal le pusieran a él a vigilar ese cuadro, al que habían reservado toda una sala. El color se come la pared y el cuadro a su autor, de nombre impronunciable, pero un auténtico genio amortizando un bote de pintura acrílica y una brocha mala.

Desde que vigila y protege el cuadro amarillo, su mujer, que se tiñe como una perfeccionista de rubio, le deja frío. No le gusta hablar de trabajo en casa como para tener que follar de trabajo. No sabría si le estaría siendo infiel al cuadro o a su mujer.

Se lava los dientes con más frecuencia. Se lava las manos. El sol, el puto sol, es amarillo, como la arena. Y no, no piensa ir a la playa.

Todo cambiará cuando se sindique y le pongan a recoger objetos punzantes que no pueden entrar en el museo, es decir paraguas mojados. Eso sí que es un buen trabajo. Suelen ser negros, los paraguas. Cualquier cosa menos más amarillo.

La gente se para, mira el cuadro, le mira a él y nadie le dice nada. Menos yo que, compasivo, le eché unas monedas.

Quizás por amor al arte…

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