Dio su vida a la fábrica de bolígrafos. Su trabajo era ponerles la tapita y empaquetarlos. Se casó con una buena mujer que prefirió dejarlo por un escritor —irónicamente—, pues ya no pudo enmudecer la ausencia de su marido con agujas e hilos. No tuvo hijos. Se hizo viejo y se jorobó tanto que sólo podía ver sus manos, que le parecían mesas de trabajo para diez abogaditos calvos y —sobra decir— torcidos. Todo había sido culpa del bolígrafo, sin embargo, no le desagradaba su trabajo; sus compañeros compadecían su vejez y eran amables. Incluso a varios de ellos les había empezado a crecer la joroba y los veía como discípulos. Pero cada uno fue reemplazado por una máquina; quedó él solo.
Inició el día regando su árida cara, se uniformó, tomó su lonche y se fue a trabajar. Al final, pensaba, era una bendición tener una razón para existir, sobre todo a su edad; un mundo sin bolígrafos es un mundo sin alma, sin revoluciones, sin pensamientos. Sólo conocía los tubos y las paredes de acero, sólo entendía los procesos monótonos y sin accidentes; nunca llenó las páginas de una libreta ni leyó un sólo cuento. A pesar de todo, el viejo estaba convencido de que había sacrificado su vida por algo bueno (que no entendía del todo), y eso lo enorgullecía.
Al llegar a la fábrica fue llamado a la oficina del patrón, que le informó que su contrato laboral había vencido y no se renovaría; había conservado al viejo porque su inocencia y torpeza le conmovían, veía en él a un hombre depurado de toda maldad y ambición, pero como su productividad empeoraba a causa de la artritis, era hora de reemplazarlo. Le dio un sobre con el sueldo de la semana y fue todo.
Cuando detrás de él se cerraron las puertas, se retiró llorando. Tenía suficientes ahorros para vivir sencillamente por el resto de su vida; nunca fue afecto al despilfarro. La razón de sus lágrimas no era el dinero.
Pasaron los días. La monotonía en libertad era un cargo de conciencia que no podía sobrellevar. Descuidó su casa y dejó de asearse. Llegó a parecer un perro demacrado por el hambre habitando una pocilga. Y aunque no se sentía a gusto consigo mismo, no encontraba cómo avivar una voluntad acostumbrada a la convalecencia.
Un día se despertó con el pecho inquieto; como si el espíritu estrujara sus pulmones. Tenía la necesidad de decir algo en voz alta, pero no sabía qué. Tomó el bolígrafo del velador y le quitó la tapa —finalmente—. Escribió en su mano el nombre de su exesposa; había soñado con su piel de durazno y sus ojos de plata; que sus dedos trémulos resbalaban por ese cabello que parecía un arroyo regando las pasiones más nobles de su entumecida alma. Afloraron sentimientos sin duda «poéticos» esa mañana, pero el viejo jorobado no pudo hacer más que estar quedo… y soltar el bolígrafo.
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