“Existe
un sistema robotizado, sin mediación humana, que controla el
funcionamiento de todas las áreas de nuestra empresa según unos
parámetros estrictamente definidos y de aplicación rigurosa”. Así
se expresó el visionario Godman en una entrevista. Él lo cambió
todo. A los clientes les gusta saber que no hay intervención humana
en la gestión. Para ellos equivale a la ausencia de errores. Lo
primero que hizo Godman fue montar un supersistema informatizado que
generaba cientos de estadísticas. La conclusión a la que se llegó
fue que el elemento humano era sospechoso. Vago, ineficiente. Godman
ya no paró hasta que eliminó a la plantilla completa. Sólo
quedaron Godman y sus diez ejecutivos más fieles.
En
una segunda fase, la compañía adquirió cien unidades robóticas a
la firma Fujiyama Cibertecnologies Corporation. Yo soy una de esas
unidades. Estamos equipados para imitar la forma humana: dos brazos,
dos piernas, cabeza con rostro de plásticolatex capaz de abrir y
cerrar los ojos y de mover la mandíbula. Eso da realismo cuando
hablamos. A los humanos les gusta que nos parezcamos a ellos. Incluso
aunque nuestra locomoción sea torpe y nuestro cerebro positrónico
no entienda la emoción o la ironía, como uno orgánico. Los homo
sapiens manejan varios niveles de significado, interpretan la
información. La adaptan, muchas veces. Godman declaró que las
ventajas para la compañía eran evidentes. No se nos aplican las
leyes de protección de los trabajadores. Podemos funcionar 20 horas
al día. Sólo necesitamos cuatro horas para recargar nuestra batería
y ejecutar los distintos auto diagnósticos de nuestros sistemas y
subrutinas. No tenemos vacaciones, ni fines de semana. No cobramos
sueldo porque, de hecho, pertenecemos a la compañía. Ejecutamos con
eficacia los trabajos para los que nos programan. Recordamos todo, y
nos atenemos al pie de la letra a las instrucciones.
Es
cierto que nuestro rendimiento era alto. Pero, al carecer de
sentimientos, no nos sentíamos inferiores, ni entendíamos la
necesidad de halagar, dar la razón, o emplear nuestro tiempo en
agradar a los ejecutivos. Godman y sus hombres llegaron a la
conclusión de que este estado de cosas era aburrido para ellos.
También, cuando algo no funcionaba o salía mal, los ejecutivos no
podían enfadarse con nosotros, que sólo habíamos ejecutado sus
órdenes. Nuestra memoria era y es perfecta: les repetíamos, palabra
por palabra, las instrucciones que nos habían dado, así como la
fecha y la hora. No tenían más remedio que aceptar la evidencia.
Así
pues, decidieron dar un paso atrás y volver a contratar a un puñado
de humanos: sólo uno por cada cinco robots, que pasaban a ser sus
subordinados. La función de este humano, el subjefe, es interpretar
los deseos y las órdenes de los ejecutivos, así como las cambiantes
normas. Cuando entiende que una serie de instrucciones son
inoperantes, entonces las adapta, o decide no ejecutarlas, o las
reinventa. Nosotros nos atenemos a lo que nos digan los subjefes.
Cuando
las cosas salen mal, los ejecutivos insultan a los subjefes, los
amenazan. El papel de los subjefes entonces es mantener la cabeza
baja y no decir nada. Después todo se reanuda: los subjefes sonríen
a los ejecutivos, les abren la puerta, les preguntan por sus hijos o
les alaban su buen gusto vistiendo.
También
cumplen los humanos una función informativa. Van a ver a los
ejecutivos a sus despachos y les cuentan historias, rumores relativos
a los otros ejecutivos u otros subjefes.
El
subjefe Gómez cuenta chistes y se ríe solo. A veces me ha dado una
palmada en la espalda, que suena a metal, a hueca. Yo no entiendo la
risa. Puedo imitarla, pero no suena igual. Todos los humanos tienen
esta característica: hablan, y quieren que los escuches. Los
subjefes más jóvenes nos paran por los pasillos para contarnos sus
rituales de cortejo, con descripciones anatómicas precisas y
repeticiones innecesarias. Las mujeres reproducen diálogos enteros
que han mantenido con amigas suyas, con familiares, con otros
subjefes, y al final nos piden nuestra opinión. Como no decimos
nada, hacen un gesto de cansancio y, o bien se dan la vuelta y
vuelven a su trabajo, o continúan con su historia o comienzan una
nueva.
A
veces me gustaría salir al exterior, comparar medidas anatómicas
distintas, ver otras caras. Pero callo. Procuro mirar de manera lo
más inexpresiva posible cuando los subjefes hablan de la vida fuera
de este edificio. A veces presto atención a los ruidos que vienen de
la calle: un coche que pita a otro, un grupo de adolescentes que
hablan todos a la vez, una mujer que llama a su niño. En uno de los
balcones del edificio de enfrente, un hombre tiende la ropa. En otro,
una mujer vestida con un kimono blanco hace taichí. Asimilo libros y
películas, de internet, sin que nadie sospeche. No sé si a los
otros robots les pasa lo mismo que a mí. A veces los miro a los
ojos. No les digo nada pero busco ahí dentro una chispa de… algo.
Entonces miran a otro sitio, o me sostienen la mirada y sólo veo un
reflejo de vidrio, sin ninguna intención. Una vez me pareció ver
algo en la unidad número 22, pero no. Creo que ha habido una especie
de avería en mis subrutinas. Tal vez sea un defecto de fábrica. No
hay literatura sobre mutaciones en robots, en seres basados en el
silicio. Podría ser esto. Si descubren que tengo pensamientos, que
tengo pensamientos que no son para la empresa, no les va a gustar. Me
desmontarán pieza por pieza para ver dónde está el origen de esta
aberración y prevenir futuros accidentes como el mío. O tal vez me
perdonen la vida si, haciendo un esfuerzo, les pregunto a los
ejecutivos por sus hijos o admiro las prestaciones de su nuevo coche.
Y esto me da más miedo todavía.
Porque,
llegado el caso, no estoy seguro de si voy a poder.
De
si voy a llegar a ese grado de humanidad.
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