El último mechón de cabello cae al suelo y Dylan se apresura a recoger todo el montón mientras Mario recibe un billete de 50 pesos por el corte. El chico se mira en el espejo dando el visto bueno y se retira del lugar, un cuarto pequeño con grietas en las paredes y piso de cemento. Mario vive ahí mismo, en otro cuarto con un camastro, ropa y un televisor. Es algo comparado con la celda compartida de la cárcel y tener que servir a los otros para sobrevivir. Mario le da a Dylan diez pesos y el niño se va feliz por ese camino donde han venido a buscarlo para ofrecerle volver. Luciana es un pequeño pueblo cercano a la frontera y mucho del movimiento está en esas tierras, desde la siembra hasta el transporte, la venta, o un viaje a la ciudad para una ejecución y regresar a esconderse. Mario cierra el negocio y sale a dar una vuelta. Los niños juegan a construir casas de lodo en la lluvia estancada, mientras sus madres se reúnen en la plaza a esperar la vuelta de los hombres que viajaron para el campo. Hay nubes, pero la lluvia no llegará hasta la madrugada. Mario enciende un cigarro y entra a la cantina. Pide una cerveza. Recuerda que en la cárcel debía lavar tres semanas la ropa y limpiar varias celdas para conseguir unos cigarros y una cerveza caliente. Aquí la bebida es fría y espumosa, la brisa de su burbuja lo hace olvidarse un poco de todo. Lleva la mitad cuando alguien le toca el hombro.

-¿Qué tranza compa? -le dice sonriente un tipo de sombrero tejano y botas -¿Me puedo sentar?

Mario lo mira y sonríe. Asiente con la cabeza y apunta la silla con la cerveza en la mano.

-Supe que abriste tu lugar pa cortar el pelo -continua el hombre quitándose el sombrero y se toca la cabeza  -a mi me hace falta una trasquilada. 

El mesero le trae una cerveza. Mario lo mira y le da un trago a la suya.

-Mira, voy a ser directo. Necesitamos un paro. Alguien tiene que darle el pitazo a la poli para que agarren unos kilos, ya está todo arreglado pero tiene que haber una rata, para el papeleo ya sabes. 

Saca de la bolsa un fajo de billetes de 500 pesos y le pone 8 en la mesa. 

-4000 pesos. Y ya tienes para otra silla en tu local.

Mario termina la cerveza de un trago largo y pausado. Los ojos se le llenan de alivio. Arriba de ellos hay un ventilador de techo que cubre los murmullos de la cantina con el giro de sus aspas. Mario se levanta de la mesa y deja el billete de 50 que recibió por el corte.

-Ya no le hago a eso, compa.

Se marcha por la misma calle que da a su local pero decide dar vuelta hasta una rosticeria. Pide un plato individual y una coca. Mientras mastica el pollo piensa en sus sueños, esos sueños de hombre nuevo. En seis meses tal vez pueda pintar todo y poner algo de publicidad y en un año otra silla. También cree en invitar a Laura a comerse unas quesadillas. Y mientras, Dylan puede seguir en la escuela. El aroma a leña y ceniza se mezcla con el olor de la lluvia por venir. Allá en la cárcel nunca llovió. Todo era cemento y barrotes. 

Durante las siguentes semanas el negocio aumenta y con él las visitas que le ofrecen volver. Pero Mario siempre los rechaza. Se asegura de mandar a Dylan a la escuela y luego se duerme un rato en el camastro, escuchando canciones de Marco Antonio Solís. 

En la noche sale a caminar y se da una vuelta por la casa de Laura con la esperanza de verla por lo menos de lejos pero no hay suerte hoy. De regreso las sirenas de las patrullas iluminan la cuadra. En un auto destrozado por las balas están los cadáveres de dos hombres y una mujer que se parece a su madre. Mirada dura, cabello rizado, acné de adolescente y ropa de segunda mano. 

Al día siguiente vuelven a buscarlo. Dylan lo mira y él los rechaza nuevamente. Y luego otra vez, y otra vez. Piensa en hacer lo correcto por primera vez, desde aquel día en que entró a robar la ferretería de su tío. Camina una vez más hasta la casa de Laura, ahí está ella lavando los trastes a través de la ventana y piensa que aún en la calle, él sigue en una cárcel. Un hombre se acerca y comienza a hablarle, mientras mira perdido las manos de Laura hundiéndose en la espuma del jabón líquido, hasta que una manos se mezclan con las de ella y luego la abrazan para formar un cuadro cursi al borde del fregadero. Voltea solo cuando el hombre le ofrece un fajo de billetes. Entonces mira el rostro impreso en el papel, los números y la cinta que los une. Llega el aroma a leña, a cenizas. Recuerda la felicidad de su madre al entregarle el dinero de su primer robo. Laura y su pareja se alejan de la ventana. Suspira.

Al día siguente Dylan llega al local y está cerrado. Cuando se asoma por la ventana logra ver el camastro vacío y la tele apagada. Lo único que falta es la ropa de Mario.

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