Seguro que ha sido un gato el que ha desordenado los patrones y ha tirado al suelo los jaboncillos de marcar que estaban en el estante. Se habrá colado esta noche por algún resquicio, profiere malhumorado el sastre, que teme que el gato haya orinado sobre los tejidos recién importados del Reino Unido. Los orines, tan corrosivos, y el fuerte olor que lo impregna todo, arruinaría cortes tan exclusivos, debilitando, aún más, la paupérrima economía. Con la crisis apenas tiene encargos. Además, en estos tiempos de confecciones industriales, casi nadie se hace trajes a medida. O no pueden o no aceptan pagar, en lo que vale, una tarea ardua y meticulosa que requiere tiempo, destreza y, sobre todo, maestría.
Por fortuna, las piezas están en perfecto estado y el viejo sastre respira con alivio. Aún así inspecciona el taller, por si hay más desbarajustes y descubre algo que exonera a un felino como autor del allanamiento, o al menos en lo que se refiere al misterio de las tijeras que ha encontrado en un cajón equivocado. Eso, desde luego, piensa con asombro, no ha podido ser obra de un gato.
Como es un hombre muy metódico, le resulta difícil creer que, inconscientemente, haya pervertido la rutina, casi obsesiva, seguida durante tantos años, para meter las tijeras en el cajón donde guarda los pliegos de papel de manila y las plantillas. Es del todo inverosímil que se haya equivocado, porque siempre dejó las tijeras en el mismo sitio, desde el día que ingresó como aprendiz en la sastrería cuando apenas frisaba los doce años.
A pesar de la senectud y de que últimamente no se encuentra bien, desempeña la tarea durante toda la jornada con su habitual energía, destreza y disciplina. Mientras corta, hilvana o cose, piensa que a su edad la gente se vuelve torpe y descuidada y le flaquea la memoria, que se llena de lagunas.
Aunque no tiene trabajo acumulado ni encargos impostergables, esta mañana ha llegado más temprano que de costumbre. Quizá porque está impaciente por saber si ahora, cuando abra y entre en la sastrería, encontrará, como ayer, las cosas desordenadas y las tijeras desubicadas.
Desconcertado, ve sobre la mesa de trabajo un retal que ayer, puede jurarlo, no estaba allí.
Con más miedo que determinación registra el local, por si hay intrusos. Allí no hay nadie, aunque por un momento se sobresalta al ver una sombra, pero es la que proyecta sobre una pared la cabeza y el torso de un desmembrado maniquí de costura.
Intrigado, despliega la pieza de tela y, al hacerlo, calcula a ojo que mide lo necesario para la confección de un traje cuya talla se correspondería con la de alguien de porte igual al suyo. ¿Quién es el cliente al que va destinada esta tela? ¿ Cuándo la he adquirido?, se pregunta.
Va al escritorio y abre el libro donde lleva la contaduría. Revisa con detenimiento en cada página los asientos, pero no se ha referenciado la adquisición de una tela de tan excelente calidad y, por ende, tampoco aparece el nombre del cliente a quien le correspondería la pieza con la que confeccionarle un traje a medida.
Esta mañana está desmejorado. El pobre tiene mal color de cara: es evidente que se encuentra enfermo y cansado. Ayer trabajó hasta tarde, pero ahí está, no falta a su trabajo: ¡siempre ha sido tan responsable y disciplinado!
Cuando entra en el taller le sorprende ver un traje colgado de una percha. Está confeccionado con la misma tela que viera ayer sobre la mesa. Le desconcierta la extraordinaria calidad de la compostura: las hombreras, con ese pequeño salto en la corona, que las hace más elegantes; la unión de la solapa al cuello formando un ángulo levemente obtuso; las puntadas perfectas en el pantalón de impecable caída…
Una voz interior le dice que debe probarse el traje.
Cuando está vestido se contempla en el espejo. La terna le sienta como un guante. No en vano está hecha a su medida, y es tal la experticia en la elaboración, que el traje disimula la encorvadura de su espalda y atenúa las fallas anatómicas que los años han ido acumulando en su cuerpo. Tan primorosa resulta la hechura de las prendas, que cree verse más joven y esbelto, irradiando una exultante elegancia británica.
De repente no se encuentra bien: le ha regresado la aguda punzada en el pecho. Está pálido. La tensión arterial se ha disparado. Sofocado cae a plomo sobre la silla. Se afloja el botón del cuello: necesita respirar, le falta el aire, se ahoga… Mira a un lado y a otro del taller. Lo hace como si buscara algo concreto, como si buscara a alguien tangible… Es a su padre a quien busca, sí, a su padre, pero no está allí, no es posible que pueda estar allí… Sin embargo, el sastre sabe que solo su padre ha podido confeccionar un traje con esa maestría, delicadeza y perfección. Es capaz de reconocer en una simple puntada la virtuosa mano de su difunto padre. No está allí, no puede estar allí…, pero quizá sí esté, y subsiste en los patrones y en las plantillas; en las curvas y las escuadras; en los jaboncillos de marcar y en las tijeras; en cada pieza de tela y en las cintas métricas; en el alma de fieltro de los maniquíes de costura…
En breve acabará la jornada laboral, justo cuando al viejo sastre se le detenga el corazón. Entonces descansará por fin. Hoy será su último día de trabajo.
Lo encontrarán en la sastrería, sentado en su silla de terciopelo burdeos, con los ojos abiertos, como si clavara la mirada en alguien. Llevará puesto el traje de impecable factura que le servirá de mortaja.
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