Mara observa a la madre a través de las rendijas de la cortinilla desde el despacho para las visitas. Apenas ha tardado media hora en presentarse en el instituto. La mujer está sentada en el banco de la entrada y no se ha quitado su caro y precioso abrigo azul cielo. Los lunes hace un frío de mil demonios, ya que la calefacción permanece apagada durante el fin de semana. Mara hubiese preferido no llamar a su casa y resolver el conflicto de forma menos contundente. “Esa madre tiene ya mucho a sus espaldas”, le ha espetado a la directora. Pero esta vez Luna se ha pasado de la raya: sin mediar palabra y sin motivo aparente ha cruzado el patio del instituto y se ha abalanzado sobre Irene Sánchez, enganchándola del pelo. Han hecho falta dos profesores para separarlas. Ya se sabe además cómo acaban estas cosas a la hora del recreo: se arma jaleo, mucho jaleo. Y Luna ha hecho daño a Irene. Las agresiones entre compañeros no pueden consentirse bajo ningún concepto. No hay excusas, y se aplicará estrictamente el reglamento: se expulsará a la agresora del centro durante una semana y tendrá que pedir perdón a la alumna agredida. Así son las normas. Y todo el mundo debe cumplirlas, sin excepción. Carmen, la directora, ha sido rotunda: “Mara, Luna se va a su casa ahora mismo. Llama a su madre y que venga a buscarla ya. Por favor, cierra la puerta al salir”.
Mara suspira. La madre ha sacado el móvil y teclea nerviosamente. Carol es todavía muy atractiva. Tiene fama de mujer con carácter, pero ha sido muy amable con ella cuando han hablado por teléfono. En ningún momento ha justificado el comportamiento de su hija, ha comprendido perfectamente la sanción y se ha ofrecido a pedir disculpas a la familia de Irene.
“Vamos a acabar con esto”, piensa Mara mientras sale del despacho.
—Hola, Carol —dice, dándole un abrazo. Carol se deja abrazar. Huele infinitamente bien. Mara se quedaría a vivir al abrigo de esos cálidos rizos. Los grandes y preciosos ojos oscuros de Carol se empañan. Un nudo le atenaza la garganta.
—¿Qué tal, Mara? Gracias por ocuparte tanto de Luna. No dispongo de mucho tiempo, a duras penas he conseguido salir del trabajo.
—No te preocupes. Si te parece bien, te llamo esta tarde y hablamos con calma del programa Tiempo fuera. Te adelanto que tu hija va a estar cinco días expulsada del centro y que prestará servicios a la comunidad. Deberá presentarse todas las mañanas en el Ayuntamiento a las 8:30, y colaborará en la limpieza del cauce del río. Ahora lo importante es que tengas una conversación con ella en casa, tranquilamente. Si te soy sincera, estoy sorprendida de su forma de actuar. No es propia de la Luna que yo conozco. Todavía no sabemos qué es lo que ha ocurrido exactamente. ¿Qué motivos puede tener tu hija para pegar a Irene?
Carol mira al suelo azorada, pero no contesta, ya que aparece Luna acompañada del conserje. A Mara le ha parecido que se ha puesto roja. M.ª José, la mujer de la limpieza, empuja su carrito hacia el extremo opuesto del pasillo. Le guiña un ojo a Luna y las dos ríen disimuladamente. Los chavales del instituto adoran a M.ª José. Ella se hace querer.
Con una enorme y dulce sonrisa, Mara desliza la capucha de Luna sobre sus hombros.
—Luna, la capucha…
Entre enfadada y sonriente, no lo sabe ni ella, Luna mira a su tutora.
—Profe, ¿qué más te da? ¿Por qué no puedo llevar la capucha puesta? —Y dirigiéndose a su madre:—Me muero de hambre, ¿qué hay para comer?
No parece disgustada ni arrepentida. “El caso se presenta complicado”, piensa Mara.
Carol empuja a su hija suavemente hacia la puerta de salida.
—Hablamos esta tarde, Mara, tengo que contarte muchas cosas.
Sonríe levemente y, rodeando con su brazo los hombros de su hija, se alejan.
Mara vuelve al despacho, coge su abrigo, el termo y la pitillera. Sale al patio de la antigua casa de los conserjes reconvertida ahora en almacén y se dirige a la leñera a fumarse un cigarrillo. Se lo ha ganado, menuda mañana. En la leñera está M.ª José apurando el suyo. Mira de reojo a Mara.
—Hay que ver cómo huele a pis de gato por aquí.
Vuelve a mirar a Mara.
—La madre de Irene se acostó con el padre de Luna. Carol los pilló y, como una loca, empezó a tirar las cosas de su marido por la ventana: ropa, discos, libros, zapatos, una guitarra. Lo sabe todo el pueblo, Mara. A mí me lo contaron en el súper de la plaza. Luna, únicamente, ha puesto las cosas claras, ¿no te parece?
M.ª Jose capa el cigarro y lo arroja a la papelera verde y oxidada que está enfrente. La colilla se estrella contra el borde y acaba en el suelo.
Mara enciende su pitillo, le da una calada profunda y exhala el humo. Mira a M.ª Jose, le sonríe.
—¿Quieres café?
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