La calle señalaba el lugar con precisión milimétrica. La excesiva iluminación de la casa y el jaleo que montaban no dejaban lugar a dudas. Las denuncias habían dado en el clavo.
Durante la espera, mi mente volvió al verano que acababa de irse, cuando se nos anunció la derrota del virus y el final de los aplausos en los balcones. Como tantos, corrí a reencontrarme con esas charlas de bar que tanto echaba de menos. Entre cervecitas, los eruditos de taberna exponían atrevidas teorías sobre la pandemia. Disfrutaba de aquellos intensos debates que entablaban mientras me zampaba unas deliciosas tapas, regadas con las respectivas birras casi heladas, como a mí me gustan.
Pero llegó el otoño y la realidad impuso sus reglas. Estábamos ante una dramática situación que dejaba claro que esto no había hecho más que empezar. Aunque algunos no querían entenderlo.
—Mi capitán, todo está listo para la intervención—. El subteniente me sacó de las divagaciones.
—Quiero el visto bueno de la Comandancia —señalé sin mucho entusiasmo—. No vayamos a meter la pata.
A través de la mascarilla que protegía al suboficial, percibí su decepción.
—Gutiérrez, que tú y yo sabemos quién vive ahí. Así que no me hagas carantoñas.
—Esto tiene pelotas.
Le salió del alma. Pero es lo que había.
En ese momento sonó mi móvil. Era la llamada que esperaba.
—Pérez, aquí el coronel Muñoz. Nosotros no nos casamos con nadie. Dales caña y el que la haya hecho que la pague. Vía libre para la operación.
Ante esta íntima arenga me sentí arropado y di las órdenes pertinentes para la actuación.
Mis hombres y mujeres respondieron con la exactitud requerida, como siempre. Total, que antes de que se dieran cuenta teníamos la situación bajo control y los ilustres asistentes a tan insigne fiesta comenzaron a desfilar hacia los furgones donde iban a ser identificados.
Entonces empezaron esos prepotentes intentos de intimidación que suelen usar los poderosos cuando ven venir el fin de su impunidad. Los “usted no sabe quién soy yo”, los “cómo se atreven” y demás repertorio amenazante, al que ya estábamos acostumbrados, no era nada nuevo en nuestro oficio.
Pero todos sabíamos quiénes eran. Allí, los omnipotentes mercaderes que movían los hilos y sus marionetas, pintadas, cada cual, con el color de la ideología que vendían a su fiel clientela, rompían las reglas que habían diseñado. Para los demás.
Uno de ellos, envalentonado por el alcohol o por lo que fuera que hubiese tomado, que lo notábamos, se pasó de la raya y la cosa se complicó. Tuvimos que proceder a su detención.
En el camino de regreso percibí, entre los míos, cierto entusiasmo que achaqué al hecho de vencer al Goliat de turno. Aunque yo no las tenía todas conmigo.
Al llegar a las instalaciones policiales, desde la ventanilla del vehículo, vi a varios tipos trajeados quienes nos esperaban junto al coronel de mi unidad. Me dio mala espina.
Y no me equivocaba.
Bajé del coche a dar las novedades a mi jefe, como requieren las ordenanzas.
—Pérez, a mi despacho —espetó sin dejarme terminar.
Cuando llegamos a la sala me invitó a sentarme. Frente a él.
—Parece que uno de tus efectivos se ha extralimitado. —Levantó la mano para acallar la protesta que, de forma instintiva, empezaba a brotar de mis labios—. La cosa ha ido demasiado lejos.
—Mi coronel… —insistí.
—Todavía no he acabado, capitán. —Aquella inflexible mirada cercenó cualquier intento de justificación a lo que argumentaban sus cojones.
Tras una fría pausa, encarando la vista en mí, continuó.
—Esto es lo que quiero que hagas —dijo, remarcando las palabras—: Me vas a trincar de las orejas al que le soltó la ostia al banquero y lo vas a llevar a pedirle disculpas. —Después de la estudiada interrupción que solía usar en sus riñas, añadió—: Así no presentará denuncia y todos contentos.
Durante unos instantes, que me parecieron horas, esperé a que la inquisidora mirada se relajara. Entonces jugué mi última carta. Por si colaba.
—Mi coronel. El banquero a quien se refiere, zarandeó del chaleco al agente y eso es agresión a la autoridad. Aun así, se le rogó, de forma reiterada, que depusiera su impulsiva actitud. Pero, el interfecto no solo continuó en su intorelable conducta, sino que atacó de manera violenta al compañero.
Y este, al ver comprometida su integridad, actuó defendiéndose.
—Vamos a ver, Pérez —dijo a la vez que se bajaba la mascarilla—. A mí qué me vas a contar sobre los energúmenos con quienes nos las tenemos que ver a diario en este puto trabajo. —Con la cara descubierta, pasándose la normativa vigente por el arco del triunfo, me regaló otra de sus célebres pausas—. Si ya nos hace la puñeta cualquier delincuente de mierda que sepa algo de leyes, imagínate lo que nos puede perjudicar este tío. Con sus buenos abogados y sus magníficas relaciones, nos va a joder vivos. Y la carrera de tu subordinado, no lo dudes, será la que pague el pato. Así que obedece y punto.
Al salir del despacho me detuve un momento, para digerir la situación. Después de todo, llevaba razón. El cabo Domínguez, quien guanteó al banquero, estaba siendo evaluado para sargento en ese periodo. Y el asunto le iba a fastidiar, literalmente, el ascenso.
Lo encontré junto al subteniente, quien me miraba como un león que protege a su cachorro. No esperaba menos de él.
Sin embargo, la realidad siempre impone sus reglas.
Llevé a los dos a mi despacho donde, tras exponerles con claridad meridiana la situación, puse las cartas sobre la mesa. Sin tapujos.
Unos minutos después, mi cabo se disculpaba ante aquel banquero, el cual, rodeado de sus buenos abogados y con las pupilas muy dilatadas, aceptó la excusa con una sonora carcajada.
—Mi capitán, la mierda que hay que tragarse para llevar un sueldo a casa —me soltó al quedarnos solos.
—Lo sé —contesté.
Y, dándole unas palmaditas en la espalda, yo tragué lo mío.
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