Como Julio César… Vine y vi, pero me fui.

Durante un año, aquel 2020 que recordaremos de forma nefasta, los desajustes emocionales atacaban sin cesar las paredes de una mente cada vez más inestable. Felicidad, tristeza, euforia y, de nuevo, llantos. Mi vida había empezado a desmoronarse y no estaba cómodo en ningún lado. Simplemente quería huir. Escapar de aquí y fijarme nuevos horizontes y objetivos que se iban distorsionando a medida que intentaba rozarlos con las yemas de mis dedos. Estaba anclado, enterrado en una rutina en la que había perdido la sonrisa. Nunca me gustó refugiar mis sentimientos en otra persona. Ya aprendí de los errores. Y sigo sin hacerlo, sí, pero cuando la suerte te cruza con un hermano de otra madre, joder, es difícil darle la espalda. 

Llegó el verano. Con él, traía vientos procedentes del mismo infierno. Pero, desde unas calles más arriba, el paso de unas Vans viejas y una vestimenta completamente negra dibujaron una escena completamente nueva. El pequeño bar de Moncloa poco tardó en convertirse en testigo de horas repletas de bromas y conversaciones que, más tarde, se transformaron en complicidad, risas y confianza. No me voy a esconder. Aquel trabajo me regaló a la mejor de las personas y, si hoy estoy aquí dedicándote estas líneas es porque, a pesar del tiempo, en mi corazón sigue presente el día que pude llegar a conocerte. 

De repente, los miedos pesaban menos y, tras una etapa en la que el mundo exterior se vistió de jaula, dejé de tener ante mí un muro imposible de saltar. Nunca estuve solo. Quizá la soledad en la que me sumí fue solo culpa de mis propios temores, de la ansiedad y del pánico al «qué dirán».  Giraba la cabeza y, aunque fuese de noche, ahí estabas, ofreciéndome la cerveza y preguntándome de quién eran las iniciales que llevaba impresas en la cadena. Nos sentábamos, encendíamos el cigarro y, hasta que nos lo permitía el toque de queda, la conversación se perdía en el cielo de la casi noche madrileña. 

Y nos conocimos. A un lado, la razón; al otro, el corazón. El día y la noche. Juntos hicimos del Ying y el Yang un puto actor secundario en el equilibrio y el funcionamiento del mundo. Serenidad, calma, alguna que otra bronca y toques de atención impidiéndome abrazar a la gente. No te lo perdonaré jamás… Jamás. El hermano mayor que ponía en orden algunas de mis decisiones más controvertidas. El protagonista de un diario mental del que muchas páginas e historias llevan tu nombre. “¿A ti qué te gusta?”; “Esto”; “Genial, a mí lo otro”. Manos a la obra. Mano a mano, como en Comanchería. Viendo El arte de la amistad en Cinema Paradiso recordando nuestros pasados y pensando en qué hacer cuando intuíamos que podíamos bromear.

Pasaba el tiempo y, sin ánimo de hacer de esta historia un memorándum, llegó el otoño. Los días eran ya más cortos, pero la ilusión de entrar en esas cuatro paredes donde los problemas desaparecían permanecía intacta. Ahora era todo más fuerte, sólido y estable. Comenzamos a revelarnos secretos que no sabía nadie y que, a día de hoy, siguen sellados entre mis labios. Todo era mejor. «Si hay algo positivo que puedo sacar de aquí, sin duda, es tu amistad». Muchas veces nos lo confesamos: «Eres el mejor descubrimiento de este año». Hermano, dame la mano. Nunca nos soltamos. En la barra de un curro mal pagado se escribió la historia de dos camareros rebosando clase. Clase obrera, viviendo la vida, ganando unas pelas, tirando en la calle todas las penas… 

Estaba feliz y, aunque estaba por escribir un nuevo revés, ninguno de los dos lo vimos venir. Giro dramático… Invierno, nieve, Filomena. Una firma, un adiós, se acabó. ¿Se acabó? No porque vine, vi, te conocí y, sin embargo, un trocito del alma de ambos, sigue allí. Pude comprobarlo. Las raíces de una amistad sólida no necesitan de lluvia, ni mensajes ni audios. Ahora, ambos hacemos nuestro camino porque, como dijo Machado, «caminante no hay camino, se hace camino al andar». Puede que se haya bifurcado pero, igual que dos años atrás, sé que me puedo girar y, sin ningún atisbo de sorpresa, cruzarnos, mirar y volver a disfrutar. 

Ah, ¿y el trabajo qué tal? A su lado, daba igual. Yo ya gané teniendo conmigo su amistad.

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