Acontece un día en la vida de un hombre excesivamente ocupado o excesivamente preocupado por los asuntos en los que debe ocupar su tiempo. Su tiempo debe ser literalmente rellenado. ¿Y qué mejor manera que atendiendo algunos casos erráticos de gente pasmada que lo visita? Libreros ansiando vender su mercancía, poetisas extranjeras desubicadas, vecinos de su barrio, técnicos informáticos, más libreros, poetas nativos, profesores de universidad, vecinos de su barrio.

Aquel hombre ocupa su tiempo leyendo y atendiendo las llamadas de otras gentes que lo solicitan. Si pudiera apagar el teléfono, los ordenadores y todos los dispositivos portátiles, ese hombre sería feliz. O tal vez no. Eso habría que verlo. Además, ¿feliz para qué? A veces le entran ganas de culpar a esos dispositivos, a esos ordenadores que se vuelven a estropear por motivos desconocidos. Más tarde, culpa a los que van a visitarlo de impedirle hacer las múltiples tareas que se había propuesto para aquella mañana y la anterior. Nuestro hombre no encuentra las causas de los efectos y eso le indigesta emocionalmente. Se siente fatal cuando el mundo no se corresponde con sus anhelos de perfección, que es absolutamente siempre. Su actuación consecuente es acusar a todos los que le rodean, incluido su smartphone, en el que se pasa las horas muertas, de haberle robado su preciado tiempo.

Lo que realmente sume a nuestro hombre en la más vil de las desesperaciones es la sensación de estar perdiendo el tiempo, ese “debería hacer” tras el cual sobreviene una inagotable lista de tareas imposibles. Tareas que más bien parecen castigos de dioses, entre las cuales se incluye la obligación moral de escribir una serie de ensayos geniales, convirtiéndose en algo así como un dios del intelecto, pero sin apartarse de la vida, de las cosas mundanas, porque también critica a los intelectuales que, a diferencia del ideal que él mismo dicta para todos, se pasan el día leyendo en su despacho. Él lo haría si pudiera, pero también tiene que atender las llamadas, las visitas de sus libreros y de sus vecinos. Nuestro hombre quiere ser un dios entre los hombres. Sabe demasiado bien que eso es una patraña, pero eso no quita que ese sentimiento siga latiendo muy dentro de su corazón.

Pepe es un nombre común. Hijo de campesino sin tierras de una provincia de Castilla. De familia pobre, como es obvio. No tiene herencias. La única fuente de recursos que posee la ha obtenido gracias a su propio esfuerzo. No sabemos si sobrehumano o no, pero, en cualquier caso, su inteligencia es superior a la media. Pepe ha llegado, gracias a poderosos esfuerzos, a ser notario. Se apoltrona todos los días en su despacho, denunciando con ahínco la triste miseria de todos los hombres y, sobre todo, la suya propia, a pesar del sobresueldo. El centro de todas sus quejas es, como se ha dicho, la falta de tiempo. Pero Pepe sigue perdiéndolo mientras atiende al fontanero de la una, con quien en realidad tenía cita a las doce, pero ya se sabe que los fontaneros siempre llegan tarde, piensa y dice Pepe a su secretaria. “¿Ves, Margarita? Tendrían que arreglarse un poco la agenda, tendrían que pensar un poco más en los demás”. Si el fontanero llega tarde, a Pepe le da igual, pues él tiene que irse a las tres igual, que su madre tiene que ir al médico a las cinco y él tiene que acompañarla.

La madre de Pepe se llama Casimira. Casimira pertenece a una generación de mujeres y madres viudas que antaño fueron mujeres y madres casadas, en pleno apogeo del régimen de Fruco. Nadie les preguntó su opinión sobre el matrimonio, sobre sus deseos, sobre sus sueños. Su camino estaba ya trazado. Ella, como multitud de mujeres anónimas para las grandes compañías y para la república de las letras, entre otras, es ama de casa. El saber de estas mujeres fue y es automáticamente ignorado y desechado como si no existiese. Sencillamente, no es tenido en cuenta. Casimira siempre destacó por su mirada impertérrita. Todas ellas poseen esa mirada casi atónita ante la realidad que se les impone como una bofetada de viento. La ven venir, la esperan, la acogen con resignada sabiduría y vuelven a esperar la siguiente embestida. A pesar de que Casimira siempre haya sido una luchadora de esas que lucharon en silencio, con la simple y llana existencia, ahora apenas puede caminar sola. Pepe la acompaña aquí y allá. Al médico, a las cinco, que tienen cita. El fontanero se retrasa, como es obvio. A las tres y media salen precipitadamente de la oficina, Pepe visiblemente cabreado sobre todo por la tardanza, y el fontanero con media sonrisa sarcástica y el entrecejo medio fruncido, o acaso se le quedó esa cara desde que nació su tercer hijo, el primer varón.

Pepe camina medio encorvado, sumido en sus pensamientos fugaces, sin separar los ojos de la acera. Saluda con un ademán al fontanero que ya se mete en la camioneta que dejó en doble fila y que todos hicieron la vista gorda con ella, incluida la que cobra el parquímetro. Alguna vez le ha caído una multa, pero lo sigue haciendo. Mientras camina, ya lejos del bullicio y de la furgoneta, pues se ha metido por un callejón que facilita el acceso a su barrio, que queda a cinco minutos de su oficina, Pepe piensa en mil cosas, pero se detiene en un runrún mucho más poderoso que le dice al oído: Pepe, has olvidado algo. Pero ¿qué?

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